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jueves, 16 de septiembre de 2010
domingo, 12 de septiembre de 2010
Pastoral Penitenciaria
Madrid, 10 - 12 septiembre 2010
DERECHOS HUMANOS Y COLECTIVOS VULNERABLES:
UN RETO PARA LA IGLESIA
+VICENTE JIMÉNEZ ZAMORA
Obispo de Santander y
Responsable de la Pastoral Penitenciaria
I.- SALUDO
Queridos hermanos obispos, estimadas autoridades, hermanos todos:
Permitidme, antes de iniciar mi ponencia, que os salude afectuosamente de nuevo. Es para mí, como Obispo Responsable del Departamento de Pastoral Penitenciaria de la Comisión Episcopal de Pastoral Social, un motivo de gran alegría participar en este VIII Congreso Nacional que versa sobre “Iglesia. Colectivos vulnerables y Justicia restaurativa”. En los últimos tiempos, cada cinco años, la Fundación Pablo VI nos acoge para celebrar este Encuentro. A esta digna Fundación, a las Instituciones convocantes, a las Instituciones colaboradoras, a la Comisión organizadora, a la Secretaría técnica y a cuantas personas colaboran en el desarrollo del Congreso, nuestra gratitud sincera y nuestra felicitación.
El Congreso, al que acudís generosamente los capellanes, muchos voluntarios venidos de todos los puntos de la geografía nacional y no pocos trabajadores penitenciarios y profesionales de la justicia y de la intervención social, constituye un motivo de gran gozo. Es un espacio para la convivencia, la reflexión, el teatro, la oración y la Eucaristía. En el Congreso, a la luz de un tema de actualidad del máximo interés en nuestro trabajo pastoral y profesional, tratamos de confirmarnos en la fe, hacer crecer la esperanza de nuestros hermanos y hermanas encarcelados y ser testigos de Dios, que es caridad, nos amó primero (1Jn 4,19) y es nuestro definitivo liberador (Cfr. Lc 4,18ss.).
La Pastoral Penitenciaria, tratando de escrutar los signos de los tiempos, en el ejercicio de un ministerio eclesial que trata de humanizar los sistemas penal y penitenciario, ha escogido este año como motivo principal de este Congreso el tema de la Iglesia, sujeto de la evangelización; la cuestión candente de los colectivos vulnerables, hondo motivo de preocupación para nosotros; y un novedoso modelo de justicia -la llamada “restaurativa”-, tan alejado del “ojo por ojo y diente por diente” como de la impunidad que deja en situación de indefensión a las víctimas.
Voces cualificadas irán exponiendo estos días con detalle todas estas cuestiones en las ponencias y en el trabajo que se va a desarrollar en las diferentes áreas. Estoy seguro, como hemos empezado a disfrutar desde esta mañana, de que estos días aprenderemos mucho y saldremos alentados para nuestro ministerio liberador.
Doy gracias a Dios con vosotros, que tenéis el don y la tarea de hacer presente a Jesucristo libertador a través de la acción de la Iglesia en favor de las personas que viven, han vivido o se hallan en riesgo de vivir privados legalmente de la libertad y de sus víctimas. No sería sincero si no dijera que los Obispos de la Comisión Episcopal de Pastoral Social y el personal del Departamento de Pastoral Penitenciaria nos sentimos orgullosos de vuestro trabajo apostólico entre los presos, de vuestro cariño hacia las personas privadas de libertad y del anhelo de justicia que os mueve. No es casualidad que recientes estudios sociológicos valoren de manera muy significativa el trabajo de la Iglesia en las prisiones. Este trabajo discreto y sencillo de la Iglesia, personalizado en cada uno de vosotros, constituye sin ninguna duda un signo de credibilidad evangélica y un pequeño grano de mostaza que visibiliza que el buen Dios no se desentiende de la humanidad y sigue amando con misericordia entrañable a los más pequeños y vulnerables. Gracias a todos de corazón. Dios, que es el mejor remunerador, os lo recompensará con creces.
II.- LA IGLESIA Y LOS DERECHOS HUMANOS
Entrando ya en materia, al hilo del título de mi ponencia, comparto con vosotros unas sencillas reflexiones que articulan los tres ejes vertebradores del Congreso (la Iglesia, los colectivos vulnerables y la Justicia restaurativa), con la cuestión no menor de los derechos humanos como reto para la Iglesia. Al tema de los derechos humanos hemos dedicado ya de manera monográfica algún Congreso Nacional y, de una u otra manera, siempre ha estado presente en nuestras reflexiones. No en vano, representan, en palabras del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI), uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana (152).
Os anticipo que mis palabras son las consideraciones de un Obispo ilusionado con el quehacer de la Iglesia en estas “fábricas del llanto”, como llamaba Miguel Hernández a las cárceles, y partícipe en primera persona de esa pasión que nos mueve y nos conmueve para transmitir buenas noticias de parte de Dios a quienes las reciben malas de la vida, de sus injusticias y también de serios errores personales. Desde luego, no quieren ser una aportación científica, sino más bien un aliento pastoral, que nos abra a la esperanza..
La Iglesia participa de la fuerza del Espíritu Santo que es fuente de libertad: “para ser libres nos liberó Cristo” (Gál 5, 1). Fiel a su misión, el mayor servicio que la Iglesia ofrece a los hombres y mujeres de todos los tiempos y lugares es el servicio de la evangelización. Ésta se dirige a un ser humano en su total y compleja realidad desde el dinamismo de la encarnación. De ahí nuestra apuesta por diversificar esta acción pastoral en una pluralidad de ministerios que, organizados en áreas, respondan a las necesidades religiosas, jurídicas y sociales de las personas privadas de libertad. Se han dado pasos muy importantes, pero es preciso seguir avanzado en esta concepción integral de la Pastoral Penitenciaria en la que tienen cabida diferentes ministerios, carismas y conocimientos técnicos y profesionales.
El ámbito de la Pastoral Penitenciaria es, por consiguiente, amplio. “La Pastoral Penitenciaria, que, en razón de su concreta localización y la exclusividad de sus destinatarios, comenzó a denominarse Pastoral Carcelaria, encuentra ya estrecha esa denominación y se halla en búsqueda de una nueva que exprese mejor su naturaleza y misión en los Sectores de Prevención, Prisión e Inserción, realizadas por las Áreas Religiosa, Social y Jurídica. Frecuentemente se la denomina ya Pastoral de la Justicia y Libertad, incluyendo esta denominación a todos los destinatarios de dicha Pastoral: delincuentes y víctimas”. El Papa Juan Pablo II, en su luminoso Mensaje para el Jubileo en las Cárceles (Ciudad del Vaticano, 24 de junio de 2000) concibe la Pastoral Penitenciaria como la acción evangelizadora de la Iglesia que pretende tres objetivos: Llevar a los hombres y mujeres privados de libertad la paz y la serenidad de Cristo resucitado (MJ 1-b); ofrecer a quien delinque un camino de rehabilitación y reinserción positiva en la sociedad (MJ 5-b); y hacer todo lo posible para prevenir la delincuencia (MJ 5-b). La identidad eclesial de la Pastoral Penitenciaria se realiza y actualiza, por consiguiente, a través de la triple función de la Iglesia: el anuncio de la Palabra porque “la Palabra de Dios no está encadenada” (2 Tim 2, 8); la celebración de los sacramentos que continúan haciendo presente la acción redentora y liberadora del mismo Cristo; y el ejercicio de la diaconía del amor y de la justicia, que supone en nuestro caso la lucha por la justicia, la reivindicación incansable de los derechos humanos y la dignificación de las personas presas en todas sus dimensiones materiales y espirituales desde el amor que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites y aguanta sin límites” (1 Cor 13, 7).
Llevar la Buena Nueva de Dios a quienes sufren la privación de libertad constituye el núcleo esencial de nuestra Pastoral Penitenciaria. Supone también el ejercicio de un derecho humano, el primero en ser reconocido en el tiempo: el de la libertad religiosa. Consagrado en el art. 18 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, aparece, como no podía ser de otro modo, con similar redacción en el art. 10 de la más reciente y actualizada Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea aprobada este mismo año.
La Pastoral Penitenciaria a través de su sencillo actuar al servicio de la persona, asumida en su totalidad, pone ya en acto el espíritu de los Derechos Humanos, no sólo el de la libertad religiosa. Como bien sabemos, tristemente el ejercicio legítimo de este derecho que ejercemos en nuestro ministerio pastoral aún no es suficientemente reconocido en otras partes del mundo. Las posibilidades que, junto con el resto de confesiones religiosas, tenemos en nuestro país son lamentablemente ignoradas en otros. Se olvida que la atención religiosa es expresión de un doble derecho: por una parte, el derecho fundamental de la persona privada de libertad a ser atendido en sus necesidades religiosas por miembros de su confesión; de otra, el derecho de las religiones a hacerse presentes en el foro público, también en el ámbito de las prisiones, como forma de normalizar este medio y de facilitar el retorno a la sociedad libre. La libertad religiosa, por tanto, conlleva una doble dimensión privada y pública. Cercenar cualquiera de las dos constituye una flagrante violación de los derechos humanos y la eliminación de una dimensión esencial de la Iglesia. Para la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, la evangelización constituye para la Iglesia su “dicha y vocación propia […] su identidad más profunda. Ella existe para evangelizar”. “¡Ay, de mí si no evangelizo!” llegó a exclamar San Pablo (1 Cor 9,16).
Pero obviamente la Iglesia no se identifica sólo con el derecho a la libertad religiosa. También forma parte esencial de la evangelización la lucha por la justicia y los derechos humanos (Cfr. Sínodo de 1971 n.6, Evangelii nuntiandi 31 et passim). Su ministerio pastoral tiene como destinatario al ser humano en su totalidad, en todas sus dimensiones. Es “todo el hombre y todos los hombres” (PT 42, PP 14 y 42, SS 31, CV 18) lo que es causa de su solicitud pastoral. Como afirma el Papa Benedicto XVI en la Encíclica Deus Caritas est, “el amor engloba la existencia entera y en todas sus dimensiones, también el tiempo”. Por eso, el “tiempo de condena es también un tiempo de Dios”. De ahí que la Pastoral Penitenciaria, como toda acción pastoral de la Iglesia, considera que el “hombre es el camino de la Iglesia” pues su rostro evoca el rostro mismo de Cristo (cfr. Mt 25, 36). La dignidad inalienable del ser humano, fundamento de los derechos humanos, tiene su fuente en Dios Creador, del que el hombre es “imagen y semejanza” (Gn 1, 26).
Incluso privado de libertad, por las razones que sean, nada puede ensombrecer esta imagen. Son presupuestos bien conocidos de nuestra Pastoral que las personas no se reducen a su comportamiento y que, a pesar de los errores cometidos, por graves que sean, nadie está definitivamente encadenado a su pasado y tiene derecho a construir un futuro personal diferente. Este derecho a “nacer de nuevo” y el “derecho a la esperanza” forman parte del contenido de la dignidad de la persona. Así, al menos, lo entendemos desde nuestra Pastoral de Justicia y Libertad que apuesta por la perfectibilidad humana, desde una antropología realista y optimista. Para Dios y para la Iglesia nadie hay definitivamente perdido. La persona que yerra gravemente supone un reto para su acción evangelizadora, que sabe que, siempre y hasta el final, Dios regala una oportunidad a cada ser humano para abrir su corazón a un amor siempre más grande que su comportamiento: “la dignidad del preso es siempre mayor que su culpa”.
Para la Iglesia los derechos humanos constituyen, como bien dijo Juan Pablo II, “una piedra miliar en el camino del progreso moral de la humanidad” y “una de las más altas expresiones de la conciencia humana”. Dicho en palabras del Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, constituyen “uno de los esfuerzos más relevantes para responder eficazmente a las exigencias imprescindibles de la dignidad humana”.
En efecto, el reconocimiento de los derechos, su traducción en normas y, sobre todo su efectiva vigencia, aún incierta en muchos campos y ámbitos del mundo, los convierte en auténtico hito en camino de avance de la humanidad. Desde luego queda mucho camino por recorrer, pero no dejaremos de destacar que el art. 1 de la Declaración Universal de 1948 constituye la expresión más lograda del ideal de sociedad planetaria: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, tienen el deber de comportarse fraternalmente los unos para con los otros”. Es claro que se trata de un enunciado no descriptivo (lamentablemente no todos nacemos libres, ni mucho menos iguales, es más, algunos no llegan a nacer), sino prescriptivo. Contiene una obligación: el deber de comportarnos fraternalmente provocará la efectividad de la libertad y de la igualdad y, al mismo tiempo, será su modulador para no caer ni en un liberalismo salvaje individualista, ni en un absurdo igualitarismo que ignore el derecho a la singularidad y a la diferencia.
Los derechos humanos constituyen la respuesta más justa a las necesidades humanas básicas. En efecto, todos los seres humanos, más allá de nuestras diferencias individuales, de la diversidad cultural, de nuestra procedencia geográfica, incluso del periodo de la historia en que se desarrolla nuestra biografía, tenemos necesidades. Éstas, además de ser universales, intemporales y de fácil identificación, resultan ser finitas. Si no quedan cubiertas, se compromete nuestra dignidad y hay una tacha de iniquidad sobre quien omite el deber de ampararlas. Este es un deber incondicionado que afecta a todos los sujetos individualmente considerados -“todos somos responsables de todos”- y a las estructuras políticas que nos hemos dado. En efecto, la categoría “necesidad” es previa al Derecho y constituye su fundamento de legitimidad. La circunstancia de que esto sea una obviedad facilita un acuerdo transcultural. El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia n.154 es rotundamente claro: “los derechos corresponden a las exigencias de la dignidad humana y comportan, en primer lugar, la satisfacción de las necesidades esenciales —materiales y espirituales— de la persona: “Tales derechos se refieren a todas las fases de la vida y en cualquier contexto político, social, económico o cultural. Son un conjunto unitario, orientado decididamente a la promoción de cada uno de los aspectos del bien de la persona y de la sociedad (…). La promoción integral de todas las categorías de los derechos humanos es la verdadera garantía del pleno respeto por cada uno de los derechos”.
A satisfacer estas necesidades están llamados los DDHH. Sabido es que se trata de derechos naturales (brotan de la misma naturaleza humana), inviolables (a nadie le es lícito vulnerarlos), inalienables (porque no son autodisponibles), universales (pues afectan a todos sin excepción), imprescriptibles (porque se proyectan indefinidamente en el tiempo), indivisibles e interdependientes (ya que beben de la unicidad de la persona y deben ponerse en mutua relación). Los DDHH representan una de las más altas cotas de derecho universalmente legislado. Son expresión de varias luchas y el resultado de la participación de diferentes actores: la lucha por la libertad religiosa y la tolerancia (siglos XVI y XVII); la reacción frente al poder absoluto de los monarcas que “dirigen a su pueblo como a un caballo” (Bodin); el esfuerzo por humanizar el derecho penal y dignificar a los castigados (el marqués de Beccaria); la lucha por los derechos de los trabajadores (el socialismo y nuestra DSI); los movimientos por la igualdad de derechos de la mujeres desde el XVIII; el Constitucionalismo, el Estado liberal de Derecho; y la reivindicación de los nuevos movimientos sociales (p.e., para la eliminación de las minas anti-personales o para abolición de la pena de muerte).
Cuando los DDHH se vuelcan en algún texto normativo de rango constitucional los solemos llamar Derechos Fundamentales. La ampliación de su campo de acción y la universalización de su vigencia son dos indicadores de avance por la senda de la humanización. Por el contrario, si restringimos o seleccionamos a quiénes van a disfrutar de ellos en función de la raza, la nacionalidad, la religión, etc., nos precipitaremos en caída libre hacia la sinrazón. No en vano, los derechos humanos, auténtico “triunfo de la dignidad frente a la barbarie”, están -como siempre- “en el alero”. Hoy este mínimum moral universal, exigible jurídicamente, haría impensable que se repita lo acontecido en el año 1933, cuando ante la Sociedad de Naciones que atendía la reclamación de un judío, el representante de la Alemania nazi, Goebbels, llegó a afirmar sin inmutarse: “Somos un Estado soberano y lo que ha dicho este individuo no nos concierne. Hacemos lo que queremos de nuestros socialistas, de nuestros pacifistas y de nuestros judíos, y no tenemos que soportar control alguno ni de la Humanidad ni de la Sociedad de Naciones”. En nuestros días, ningún gobernante de ningún país, por totalitario que fuera, se atrevería a hacer afirmación semejante. Ciertamente parece haberse avanzado en conciencia colectiva acerca de la validez universal ética de los DDHH. A ello ha ayudado la quiebra del principio de que el Estado pueda tratar a sus súbditos a su arbitrio, y se ha sustituido por uno nuevo: el principio de que la protección de los derechos humanos y las libertades fundamentales constituyen una cuestión esencialmente internacional. Es más: el concepto de soberanía nacional, como marco jurídico internacional, ha sido felizmente diluido por nociones más modernas como las del derecho de injerencia humanitaria, el de asistencia humanitaria o el deber de proteger, que no sólo permiten, sino que obligan moralmente a una intervención de la comunidad internacional cuando se produce una violación masiva y grave de los DDHH. Desde luego queda mucho por recorrer y aún más para asegurar la vigencia y la persecución efectiva de todas las violaciones de los derechos humanos. La aparición de tribunales internacionales (como el Tribunal Penal Internacional) o la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad constituyen una excelente noticia para evitar la impunidad de los tiranos en cualquier parte del planeta.
Por otra parte, la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 supone de algún modo la pervivencia del llamado derecho natural, que desde la modernidad pretende ser un derecho racional, asumible por cualquier persona que haga uso de la recta razón. Sin duda alguna, el horizonte cristiano y su vocación universalista han constituido un horizonte inspirador de la Declaración de los Derechos Humanos. Es verdad también que no siempre lo hemos sabido integrar adecuadamente. Sin embargo, hoy el reto primero y elemental de asumir la cultura de los derechos humanos está felizmente logrado en la Iglesia. La reconciliación entre la Iglesia y los Derechos Humanos se realiza por el Papa Juan XXIII en su encíclica Pacem in terris y se consagra en el Concilio Vaticano II. En la encíclica de Juan XIII se desarrolla toda una relectura creyente de la Declaración de 1948 desde el horizonte del reto de la paz y de la justicia para el mundo. Así se consagran definitivamente los DDHH como traducción laica de lo que Juan Pablo II posteriormente identificaría como una parte significativa del Reinado de Dios.
Hoy en día el reto para la Iglesia es mantenerse continuamente vigilante para la lograr la efectiva y universal vigencia de “todos” los derechos humanos. Es cuestión que nos atañe como Iglesia. Todos los derechos deben igualmente preocuparnos: los de primera generación (derechos individuales de la persona; p.e., la libertad de expresión), los de segunda (derechos de la persona a ser garantizados por el Estado; p.e., el derecho a la vivienda), los de tercera generación (derechos de titularidad colectiva; p.e. el derecho al desarrollo de los pueblos), incluso los derechos humanos de cuarta generación (derechos de los futuros habitantes del planeta a disfrutar de un medio ambiente sano y recursos suficientes para satisfacer sus necesidades). Como vemos, el campo de los derechos y, no lo olvidemos, de los deberes -como recordó Juan XXIII y ha vuelto a poner sobre el tapete Benedicto XVI en Caritas in veritate- se va expandiendo. Por eso, es necesario vincular la moral social, económica y política con la bioética. En el fondo, cualquier campo de la actividad humana descolgada de los principios éticos acaba volviéndose contra el ser humano. Así lo estamos padeciendo con la actual crisis económica y social, que tiene raíces antropológicas y morales.
También hemos de tener claro que entre democracia y derechos humanos debe haber una continua y natural relación de circularidad y mutua retro-alimentación. Lo democrático juega como principio procedimental esencial que vehicula la necesidad humana de participación y, por su parte, los derechos humanos constituyen el núcleo duro intangible que no puede ser, ni siquiera “democráticamente”, violentado; forma parte de “lo innegociable”, de aquello que no puede ser sometido a ningún tipo de votación y cuya transgresión, por pequeña que fuere, coloca automáticamente en situación de indignidad ética y de ilegitimidad política. Como venimos repitiendo, lo jurídico sólo encuentra su legitimación última en lo ético; y esto puede realizarse a través de la categoría, perfectamente inteligible por cualquiera, de “necesidades”. Por consiguiente, es justo lo que satisface necesidades humanas básicas y es ilegítimo aquello que las sofoca.
Con todo, virtudes morales connaturales a la especie humana como la compasión, el cuidado del frágil, la hospitalidad hacia el forastero, el respeto al diferente, el cuidado diligente del prisionero, el respeto a la dignidad incondicionada de toda persona (auténtico “fin en sí mismo”, en términos kantianos) que han marcado hitos en el avance ético de la humanidad, se hallan permanentemente en riesgo y reclaman una continua y extremada vigilancia. Esta compete, desde luego, a los poderes públicos y a sus instituciones (nacionales e internacionales), pero también es tarea de la sociedad civil, de su tejido social y, por supuesto, de la Iglesia. Este cuidado diligente de los derechos humanos se torna una exigencia mayor en contextos de mayor precariedad personal y vulnerabilidad social. En ellos, los DDHH deben ponerse en continua y estrecha relación con otra virtud clásica, fundamental en nuestra DSI: la Justicia, y de manera muy especial en nuestro ámbito, la Justicia Social. Ésta debe ser repensada desde los “injusticiados”, desde aquellos que no tienen cubiertas las “necesidades” básicas (y, por tanto, tienen humillados sus derechos), y no desde los “intereses” de los poderosos o, no menos peligroso, los simples “deseos” de las mayorías. Se tratará, en definitiva, de llevar a la práctica la afirmación del Catecismo de la Iglesia Católica: “los hermanos tienen las mismas necesidades y los mismos derechos” (CIC 2186). Esta vinculación del Derecho a las necesidades es la mejor garantía de su eticidad.
El fundamento fuerte de los derechos propio de nuestra tradición los ancla en Dios mismo y en su reflejo en la dignidad de cada persona y de toda persona humana. Ello implica la responsabilidad igualmente fuerte de los deberes frente al prójimo, especialmente si es vulnerable. Por eso podemos decir con Lévinas que los DDHH, “son derechos más legítimos que cualquier legislación, y más justos que cualquier justificación… Son la medida de todo Derecho y, sin duda, de su ética”, pues “expresan de cada hombre la alteridad o el absoluto”, pues “antes de toda teología… la original venida de Dios a la idea del hombre está en el respeto mismo de los derechos del hombre”. O en palabras sublimes de Paul Valadier de plena aplicación a los colectivos vulnerables: “De manera sorprendente tanto las grandes tradiciones morales como la tradición evangélica convergen en un punto central concerniente al respeto a la dignidad del hombre. Este no es respetable en primer lugar por sus cualidades eminentes, por sus rasgos nobles y elevados, sino ahí justamente donde pierde los rasgos de esa sublimidad. Allí donde, habiendo perdido forma humana, está enteramente entregado a la solicitud de sus hermanos y hermanas de humanidad”.
III.- JUSTICIA RESTAURATIVA Y DERECHOS HUMANOS.
Hemos afirmado que los DDHH necesitan ser leídos desde la clave de la Justicia y singularmente de la Justicia social. La justicia es la virtud de “dar a cada uno lo suyo”, esto es, lo que es necesario para vivir con dignidad, para estar “ajustado” consigo mismo y con los demás. En este camino ético hacia la satisfacción de las necesidades humanas, propio de los derechos humanos, la llamada justicia restaurativa o restauradora, constituye en la actualidad una importante cuestión de reflexión en el ámbito penal y penitenciario. Al mismo tiempo, existe una creciente demanda ciudadana que propone la necesidad de reconocer de manera más rotunda los intereses y necesidades de las personas que se han visto afectadas por una conducta infractora: tanto de las víctimas como de los delincuentes.
La justicia restaurativa, por la que optamos, supera el antiguo modelo de justicia punitiva centrada exclusivamente en el castigo y persigue el doble objetivo de responsabilizar al agresor y de reparar a la víctima por el daño causado. Para ello les devuelve el protagonismo personal que el sistema penal les hurtó cuando sustituyó el diálogo entre las partes y sus necesidades por el interrogatorio y las necesarias garantías. Ahora se trata de reconocer los hechos, reparar el daño causado y, cuando sea posible, reconciliar al agresor con la víctima y con el entorno pacificando la convivencia para evitar nuevos delitos en el futuro. Se trata, como vemos, de una justicia que reconstruye relaciones rotas, que protege vulnerabilidades, que cura heridas y que repara brechas; de una justicia que responsabiliza, que repara a las víctimas, tan frecuentemente ignoradas y olvidadas por el vigente sistema penal, y que implica a la propia comunidad en la protección de sus víctimas y en la facilitación del proceso de rehabilitación y normalización social del infractor. Supone, en el fondo, un modo de comprender al ser humano; éste se concibe como un ser de posibilidades, capaz de encuentro con otros, de abrirse a lo inédito y susceptible de enfrentarse a los conflictos de manera pacífica, responsable, reparadora y dialogal.
En la obra colectiva editada por la Fundación Ágape que se os ha entregado, se define acertadamente a este modelo de justicia como “la filosofía y el método de resolver los conflictos que atienden prioritariamente a la protección de la víctima y al restablecimiento de la paz social, mediante el diálogo comunitario y el encuentro personal entre los directamente afectados, con el objeto de satisfacer de modo efectivo las necesidades puestas de manifiesto por los mismos, devolviéndoles una parte significativa de la disponibilidad sobre el proceso y sus eventuales soluciones, procurando la responsabilización del infractor y la reparación de las heridas personales y sociales provocadas por el delito”.
No es algo tan novedoso como pareciera a primera vista. Ya en la Biblia encontramos formas restaurativas de evitar “la muerte del delincuente y de procurar que se corrija y viva”. En los Evangelios aparecen citas explícitas: “busca un arreglo con el que te pone pleito mientras vais de camino, no sea que te entregue al juez, y el juez al guardia, y te metan en la cárcel”. En el continente africano es digno de mención el ubuntu (recomposición comunitaria de heridas sociales). También surgieron voces que invitaban a superar la ineficacia de los modelos de justicia excesivamente verticalizados que se olvidaban de la comunidad y que acaban por generar una insana disociación entre el delito, el infractor, la víctima, la sociedad y la consecuencia jurídica impuesta, ahondando con el distanciamiento espacial y, sobre todo, vital de un problema relacional que acaba formalizado y, las más de las veces, despersonalizado. Tanto los planteamientos reformistas como los más radicalmente abolicionistas ponían de manifiesto las sinrazones del modelo vindicativo vigente y, sobre todo, la necesidad de poner límites al sufrimiento evitable que provocaba el funcionamiento ordinario de la Justicia convencional.
También, entre otros factores que han impulsado este modelo restaurativo, no pueden dejar de mencionarse los movimientos pro justicia y paz. Han sido significativas Las Comisiones de la Verdad constituidas con el objeto de investigar objetiva y críticamente el pasado en sociedades que han padecido situaciones trágicas de violencia interior, con el fin de restañar las heridas producidas y evitar que tales hechos vuelvan a repetirse en el futuro. A tal efecto, fueron constituyéndose foros, unas veces desde instancias oficiales (“Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas” en Argentina o "Comisión de Verdad y Reconciliación" en Chile y Suráfrica; "Comisión de la Verdad" en El Salvador), y otras creados desde el propio tejido social (Brasil, Uruguay, Paraguay, Bolivia). El componente cristiano en su génesis y desarrollo no puede ser olvidado. También deben significarse como instancias favorecedoras de dicha justicia restaurativa instituciones supra-estatales como Naciones Unidas o entidades cívico-religiosas como la Comunidad de San Egidio con su participación especial en la resolución de importantes conflictos africanos.
Si, como señalábamos en otro momento, los DDHH encuentran su razón de ser en la cobertura de las necesidades esenciales de las personas, ¿cómo no descubrir en este modelo de Justicia restaurativa un dinamismo más capaz de responder a las necesidades reales de las partes incursas en la causa penal que el modelo puramente punitivo que acaba dejando insatisfechos a todos? ¿Cómo no asumirlo cordialmente desde nuestra Pastoral de Justicia y Libertad?
Aunque no se nombre explícitamente, late por debajo del Mensaje Jubilar del año 2000 del Papa Juan Pablo II la idea de una Pastoral Penitenciaria que promueva la justicia restaurativa o reconciliadora. En otro contexto, el Santo Padre afirmó: “La justicia restaura, no destruye; reconcilia en vez de incitar a la venganza”, (Mensaje de la Jornada Mundial de la Paz, 1998, nº 1). “Bien mirado, su raíz última se encuentra en el amor, cuya expresión más significativa es la misericordia. Por tanto, separada del amor misericordioso, la justicia se hace fría e hiriente”. Esto mismo destaca Benedicto XVI en Deus Caritas est.
Desarrollando más explícitamente esta idea restaurativa, el Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia (CDSI 403, 1) habla del sentido de las penas. “La finalidad a la que tiende (la pena) es doble: por una parte, favorecer la reinserción de las personas condenadas; por otra parte, promover una justicia reconciliadora, capaz de restaurar las relaciones de convivencia armoniosa rotas por el acto criminal”. En ese sentido, “la Iglesia debe convertirse, dentro de la sociedad, en promotora de una cultura a favor de los derechos humanos y del respeto y promoción de la dignidad humana. Esto debe hacerse incluso para aquellos que han cometido un error o cometido delitos o crímenes. Una cultura de los derechos humanos que, sin negar las demandas de la justicia, sepa y sea capaz de señalar caminos de verdad y de esperanza”.
La Pastoral Penitenciaria de la Iglesia está llamada a aunar justicia y caridad, responsabilidad y misericordia, derechos humanos y justicia restaurativa. Todo ello en mutua y constante interrelación. “Es una relación que necesita ser alimentada con pasión, devoción y amor, incluso si el contexto cultural no es fácil y favorable. Esto es especialmente cierto si uno considera la necesidad de juntar las demandas de la justicia por un lado y aquellas de la caridad y la esperanza por otro, las demandas del realismo jurídico y las de la profecía. El realismo cristiano ve el abismo del pecado, pero lo ve a la luz de la esperanza, que es más grande que cualquier mal y es dada a través del acto redentor de Jesucristo, que destruyó el pecado y la muerte”.
Para concluir estas breves reflexiones del apartado sobre la Justicia restaurativa, me gustaría recordar las palabras del Santo Padre Benedicto XVI a los miembros de la Comisión Internacional de la Pastoral Penitenciaria Católica. Son toda una invitación a la esperanza y a la reconciliación: “Los detenidos fácilmente pueden sentirse abrumados por sentimientos de aislamiento, vergüenza y rechazo que amenazan con frustrar sus esperanzas y aspiraciones para el futuro. En este contexto, los capellanes y sus colaboradores están llamados a ser heraldos de la misericordia infinita y del perdón de Dios. En colaboración con las autoridades civiles, tienen la ardua tarea de ayudar a los detenidos a redescubrir el sentido de un objetivo, de forma que, con la gracia de Dios, puedan reformar su vida, reconciliarse con sus familias y sus amigos y, en la medida de lo posible, asumir las responsabilidades y deberes que les permitirán llevar una vida recta y honrada en el seno de la sociedad”.
IV.- COLECTIVOS VULNERABLES EN LA REALIDAD PENITENCIARIA
Me gustaría ahora ofrecer unas cuantas ideas sobre el segundo término del lema de nuestro Congreso: los colectivos vulnerables. Bajo este epígrafe se viene incluyendo una realidad vasta y compleja que abarca distintas realidades. Sin pretensión de exhaustividad comprendería a los enfermos mentales, a los discapacitados físicos, a los ancianos, a las mujeres con cargas familiares, a los extranjeros y, en general, a cualquier persona que a la privación de libertad suma otro factor de vulnerabilidad personal o social de importancia.
Cuando se instituyó la privación de libertad como pena, se hizo por razones humanitarias. Se pretendía abolir el castigo corporal y se sustituyó la crueldad del castigo físico por castigar una de las dimensiones más sensibles del alma humana: la libertad. Esto se hizo hace más de dos siglos en los que la libertad era ensalzada y su privación constituía el más horrendo castigo. La cárcel se pensó en un contexto y para unos destinatarios bien distintos de los actuales. En nuestros días, los forzados habitantes de nuestros centros penitenciarios son en no pequeña medida enfermos físicos o mentales, discapacitados, extranjeros y personas cuya edad media tiende a subir, no siendo infrecuente la realidad de personas de más de 70 años; existen incluso casos de tetrapléjicos. Es evidente que las cárceles no se construyeron pensando en ellos, ni están diseñadas para ellos. Igualmente es claro que hoy ya disponemos de medidas restrictivas de la libertad y de los derechos de la persona que cumplen perfectamente la finalidad retributiva de la pena y las exigencias de seguridad ciudadana que la sociedad reclama sin que ello suponga necesariamente la privación absoluta de la libertad ambulatoria.
En este sentido, íntimamente vinculado a la realidad de los colectivos vulnerables –y más allá de ellos- se hace preciso apelar a nuestra creatividad para impulsar medidas alternativas a la prisión con más audacia que la ejercida hasta la fecha. No podemos ignorar la disonancia entre el altísimo número de presos, a la vanguardia de Europa occidental, y una moderada cifra de delitos por habitantes. Pero tampoco podemos obviar las justas peticiones de las víctimas de los delitos, frecuentemente ninguneadas por el sistema penal. De cómo aunar el derecho primordial de las víctimas a la seguridad y a la reparación del daño y el de los infractores a ser insertados socialmente, especialmente cuando la asimetría social o patologías no diagnosticadas o tratadas estaban en el origen del delito, bastante sabe la Justicia restaurativa como acabamos de apuntar. Baste ahora señalar que el rigor excesivo del sistema penal español, no percibido socialmente quizá por un insuficiente esfuerzo de pedagogía social de nuestras autoridades, o por la falta de una atención personalizada a las víctimas por parte del sistema penal, amén de errores institucionales o del cultivo mediático del morbo y el cultivo emotivista del miedo, puede haber ayudado a esa distorsión entre la objetividad de los datos y la percepción subjetiva del ciudadano.
Cuando centramos nuestra atención en los colectivos vulnerables, pronto detectamos, desde la perspectiva que nos ocupa, que buena parte de ellos estaban privados de derechos humanos antes de ingresar en el sistema penal. En buena medida esto mismo acontece con la mayor parte de la población penitenciaria. Con frecuencia la intervención del sistema penal no es sino la expresión de un profundo fracaso social y de la falta de intervención por otras agencias públicas. Esta es sin duda, nuestra principal reivindicación: el compromiso con los derechos humanos, especialmente de segunda generación (económicos y sociales, fundamentalmente) es la mejor garantía de que no se continúe en una peligrosa espiral que lacera la dignidad humana. La mayoría de los internos han vivido ya con sus derechos humanos conculcados antes de su ingreso en prisión: salud, trabajo, familia, vivienda, igualdad de oportunidades, etc.
Los enfermos mentales. Me centraré en uno de los colectivos de los que se hablará in extenso estos días: los enfermos mentales. Por otra parte, de este tema ya se trató con gran éxito de participantes y altura científica en los ponentes en el VII Encuentro Nacional sobre Enfermos Mentales y Prisión, celebrado en Valencia, los días 18-19 de septiembre de 2009, enmarcado en el Año de la Solidaridad(“Padre Jofré: 600 años de solidaridad”). El incremento de personas con este cuadro constituye todo un reto para las autoridades, la sociedad y la Iglesia como parte de ella. Sin duda, revela la escasa atención que todavía se presta a la salud mental por parte de los sistemas de salud y la insuficiencia de recursos para el diagnóstico precoz y el tratamiento. ¿Cómo es posible que un buen número de ellos haya ingresado en prisión sin haber sido nunca diagnosticado ni tratado previamente de su enfermedad mental? Además del derecho a la salud (concepto totalizador que abarca en definición de la OMS lo bio-psico-social), se afectan otros no menos importantes, como el derecho a la defensa (¿cómo se podía alegar una posible circunstancia atenuante o eximente si no se conocía?), a la tutela judicial efectiva (¿qué tutela es esa que ignora la causa, en muchos casos, fundamental del delito?) y otros muchos más. Pero, desde el punto de vista de la sociedad libre, en este caso se ve con claridad meridiana cómo la defensa de los derechos del otro siempre es la mejor garantía de los propios. En efecto, sin duda alguna, si todos los enfermos mentales fuesen convenientemente diagnosticados, tratados y tuviesen todas las prestaciones sociales a que su situación da derecho, ello redundaría en mayor seguridad ciudadana, menores costes sociales y mayor calidad de vida para todos. Y todo ello sin dejar de advertir que, como señalan los expertos, la prevalencia de delitos graves en este colectivo, injustamente estigmatizado, es notoriamente menor que entre la población sana. Sin duda, considerar la verdadera naturaleza de la causa de los delitos que afectan a los colectivos vulnerables en general permitiría reducir el daño provocado por los mismos, prevenir la comisión de otros y minimizar el uso de la prisión a favor de medidas terapéuticas no sólo más adecuadas sino también más seguras. Se hace, por tanto, necesario un particular esfuerzo de recursos y de creatividad para hacer frente a este desafío.
En el caso de los colectivos vulnerables se visibiliza como en ningún otro la continuidad que debe darse entre el ámbito penitenciario y el mundo libre. Si, como acabamos de ver, una parte significativa de los delitos podrían haberse evitado de contar con medios sociales y económicos, no es menos verdad que aquellos que ya han ingresado en prisión y que han de retornar inevitablemente a la vida libre precisan medidas de apoyo a su reinserción social. Sin duda la cobertura de todas estas necesidades es responsabilidad directa de la Administración, pero nosotros, como Iglesia, disponiendo de una auténtica red celular que llega a todo el entramado social, no podemos desentenderos de esta auténtica función de puente entre el mundo entre rejas y el mundo libre. En este sentido, es preciso, como venimos insistiendo en los últimos años, superar cierta miopía penitenciaria que nos impide ir más allá de lo estrictamente carcelario. Sin dejar de atender a nuestros hermanos y hermanas presos, mejor dicho, para mejor atenderlos, hemos de coordinarnos con instancias de prevención y de manera inexcusable, con las de reinserción social tanto dentro como, cada vez más, fuera de la prisión.
En este sentido, la afortunada multiplicación de Centros de Inserción Social (CIS) y la progresiva apuesta por medidas alternativas a la prisión, nos obligan a plantearnos como Pastoral Penitenciaria nuevas formas de actuación, que pasan cada vez más por el acompañamiento en libertad. Lo exigen los derechos de las personas incursas en el sistema penal. De ahí que en nuestra actuación hayamos de dar cada vez más importancia al trabajo en libertad y al acompañamiento solidario de los colectivos vulnerables (enfermos psíquicos y físicos, discapacitados, extranjeros, etc.) como expresión de nuestra particular opción preferencial por los pobres. Ello nos urge a retomar con más ahínco el Plan Marco que se formuló a raíz del Jubileo para las prisiones y el importantísimo Mensaje elaborado a tal fin por el Papa Juan Pablo II. Me refiero con insistencia a no limitar nuestro universo a la intervención pastoral en el marco de los muros de hormigón. Las nuevas modalidades de ejecución penitenciaria, en régimen de semi-libertad, nos apremian para actualizar nuestra concepción de que la Pastoral Penitenciaria tiene un antes (prevención), un durante (actuación pastoral en las prisiones) y un después (reinserción social). Esta última etapa, institucionalmente cada vez más diversificada, nos recuerda la necesidad de constituir un auténtico puente entre la persona penada y la sociedad a la que ha de volver, de involucrar a nuestras comunidades parroquiales, religiosas, movimientos, etc. en el acompañamiento de estos itinerarios de inserción social. Es bueno recordar las palabras del querido y recordado Papa Juan Pablo II: “El mundo no necesita muros sino puentes” (Juan Pablo II, 16 de noviembre de 2003).La misma organización de la Iglesia presente geográficamente en todos los ámbitos y sectores de la realidad constituye un facilitador de primer orden para estos procesos de normalización social. No poner en acto todo este potencial constituiría un grave pecado de omisión que no nos podemos permitir.
Mayores, madres con hijos, discapacitados físicos. No ignoramos los esfuerzos de la Administración para responder a las necesidades de perfiles complejos como el de la tercera edad, las madres con hijos a cargo, o los discapacitados. Pensamos, sin embargo, que no es un problema penitenciario. Estas personas en buena parte de los casos, sobre todo en los supuestos menos graves, no deberían estar en prisión. Existen métodos de control y de limitación de la libertad que les posibilitarían una mayor calidad de vida y que asegurarían también el derecho de la sociedad a convivir pacíficamente. Todavía no hemos agotado la creatividad y la audacia para buscar otras modalidades seguras de ejecución de las penas. La idea de que la única forma de ejecutar las penas sea la prisión debe ser superada. Hoy son posibles modalidades diversas de ejecución y de limitación de la libertad ambulatoria que no pasen necesariamente por el internamiento penitenciario.
Los emigrantes. En otro orden, estamos convencidos de que en los albores del siglo XXI los desplazamientos geográficos de población y sus consecuencias sobre la comprensión del ser humano y el replanteamiento cultural, económico, político y religioso que suponen, van a ser una auténtica “bandera discutida”. Tenemos por cierto que el elemento discriminador del nivel ético de las personas y el exponente de la calidad y congruencia de su experiencia religiosa va a venir marcada por su respuesta ante el reto de los flujos migratorios. La situación de los migrantes que buscan una mejora de oportunidades vitales, que sólo faltando a la ética puede criminalizarse, nada tiene que ver con los delitos cometidos por grupos extranjeros organizados que actúan coyunturalmente en nuestro país.
No es justo ni sociológicamente correcto vincular inmigración con delincuencia. Más bien la criminalidad parece correlacionar con desigualdad, descohesión social y falta de valores personales y comunitarios. Nos preocupa la cifra creciente de extranjeros en prisión. A la privación de libertad se añade la vulnerabilidad de encontrarse lejos de su entorno y de sus familias y, con frecuencia, el desconocimiento del idioma que hace que sus garantías jurídicas, incluso el normal desenvolvimiento de su vida, se vean seriamente limitados. En un mundo globalizado habrá que procurar los acuerdos internacionales que permitan agilizar el cumplimiento de las penas en los países de origen cuando ésta fuese la voluntad de los reos. También habrá que procurar formación específica a los funcionarios que trabajan en unos centros cada vez más pluriculturales, o aumentar los traductores-interpretes cualificados en todas las fases procesales (incluida la ejecución penitenciaria) de modo que se aseguren las garantías y derechos penales, procesales y penitenciarios. Habrá que procurar aliviar el alejamiento con la facilitación de vías de comunicación fluidas con sus familiares. En todo caso, habrá que proscribir por todos los medios esa continua amenaza que sobrevuela la consideración del diferente: el racismo, la xenofobia o cualquier forma de discriminación.
Por otra parte, hay que recordar que el Derecho de extranjería en modo alguno puede quedar por encima de la realidad familiar ya que ésta es superior a cualquier otra realidad institucional o jurídica, incluido el Estado (CDSI 254). Por consiguiente, también es aplicable a la regulación de la inmigración la crítica a la lógica burocrática que sustituye a la preocupación de cubrir las necesidades de las personas (CDSI 354). Por eso se entiende que los emigrantes no son un factor de producción más y “deben ser recibidos en cuanto personas” (no es una obviedad), por lo que se habrá “de respetar y promover el derecho a la reunión de sus familias”. Esa cohesión familiar, lograda merced a la reagrupación familiar, constituye siempre un elemento preventivo del delito. El apoyo a la familia, célula básica de la sociedad, constituye un reto todavía no suficientemente cumplido.
La “prueba del algodón” de la coherencia y auténtica universalidad de los discursos religiosos y éticos la va a constituir, una vez más, la respuesta ante el diferente. Sin duda, una antropología fuerte, que ponga en el centro a la persona humana y construya una teoría de justicia que la universalice y afiance, constituirá el mejor basamento para la protección de los derechos de los otros, de los diferentes; y esto, entre otras cosas, como garantía de la dignidad y derechos de todos.
Los menores internados. Tampoco podemos olvidarnos de los menores internados en centros, de los que se ocupa un área específica de nuestro Departamento. Todavía quedan pasos pendientes para normalizar plenamente la atención pastoral de manera regular, al modo en que ordinariamente se atiende en los centros penitenciarios. Constituye un derecho de los menores y de las entidades civiles y religiosas para cumplir su misión y hacer más llevadero y más integrador el internamiento en estos centros. Por otra parte, nunca insistiremos bastante en la importancia de la exquisita supervisión de la autoridad pública, garante del bien común, sobre estos centros. Nos sumamos a las preocupaciones expuestas por los obispos católicos norteamericanos del sur cuando plantean los serios interrogantes que provoca la gestión privada de estos centros. A nuestro juicio, la libertad es un patrimonio tan personalísimo del alma humana que sólo in extremis y sólo por el Estado –que ejerce el monopolio de la violencia legítima y es el gestor del bien común- se puede limitar. La libertad humana debe mantenerse extra commercium. Como ha enseñado reiteradamente la DSI, el mercado no debe idolatrarse, ni todo debe quedar en manos del mercado.
Seguimos con el máximo interés los esfuerzos de nuestros hermanos que tratan de asegurar una presencia pastoral de la Iglesia en el ámbito de los Centros de Internamiento de Extranjeros. Lamentablemente, todavía se carece de un marco reglado más garantista para con los derechos de las personas privadas de libertad por una irregularidad administrativa (“no tener papeles”) y la cobertura de su atención pastoral integral por parte de la Iglesia católica. La complejidad del problema de la inmigración (también el de la salud mental) obliga a nuestro Departamento a trabajar cada vez más en red con diferentes áreas de atención pastoral de la Iglesia católica, con otras confesiones hermanas, con el tejido social ciudadano y con las administraciones implicadas. Hemos de superar cualquier resabio de cerrazón a la hora de abordar los retos cada vez más diversos y complejos. En estos ámbitos hemos de ejercer una tarea profética ante nuestra sociedad y sus autoridades, para evitar que los listones de efectividad de los derechos humanos no cedan ante el miedo o criterios funcionalistas o utilitaristas.
El trabajo en el contexto penitenciario es uno de los más nobles, más complejos y menos reconocido. Por ello exige dedicar a los mismos a los más vocacionados y a los mejores. Sólo de este modo lograremos que el respeto a los DDHH sea pleno y efectivo. Apostar por una adecuada selección, formación ética y profesional y un adecuado reconocimiento social hacia el papel de los trabajadores penitenciarios es una forma efectiva de asegurar la efectividad de los DDHH. Cuando sea preciso, habrá que depurar con agilidad las responsabilidades de malas praxis que no pueden empañar el buen hacer de un colectivo de trabajadores que tienen todo nuestro cariño y reconocimiento.
En nuestro campo, no somos ajenos a los esfuerzos que realizan las Administraciones penitenciarias en España y a la probada sensibilidad humana de la Secretaria General de Instituciones Penitenciarias (Administración Central), Dña. Mercedes Gallizo Llamas, la del Secretario de Servicios Penitenciarios y Rehabilitación (Administración de Cataluña), D. Albert Batlle Bastardas, y la del personal de sus respectivos Departamentos, pero siempre les pediremos más. Nos urgen a ello las necesidades siempre nuevas y cambiantes de las personas presas. Así venimos haciendo desde el reconocimiento a las facilidades que dan a nuestro trabajo y desde la colaboración que nos debemos entre todas las instancias empeñadas en dignificar nuestras prisiones. Creo que hemos logrado una buena síntesis entre la colaboración mutua y la autonomía de cada cual. Ojalá se pudiese generalizar esta tónica a todos los ámbitos de las relaciones entre la Iglesia y el Estado.
V.- DISTANCIA ENTRE LA LETRA Y EL ESPÍRITU DE LOS DERECHOS HUMANOS.
Obviamente como Obispo no me compete presentar soluciones técnicas a los complejos problemas que abordamos en este Congreso. Pero sí puedo, como Pastor guiado por los criterios inspiradores de la Doctrina Social de la Iglesia y por el trabajo desarrollado por los numerosos expertos con que felizmente cuenta la Pastoral Penitenciaria, proponer algunas orientaciones de carácter moral que ayuden a indicar las mejores soluciones a quien en cada caso corresponda.
En todo el mundo se constata que “existe desgraciadamente una gran distancia entre la ‘letra’ y el ‘espíritu’ de los derechos de la persona a los que se ha tributado frecuentemente un respeto puramente formal. Nos limitaremos a apuntar algunos campos en los que habrá que mantener una actitud cuidadosa.
En nuestra época, en general, ante aquello que genera “molestias” se toleran permisivamente comportamientos que entran en colisión con los DDHH: el aborto se convierte en la cultura popular en un mero “quitárselo” (ahora tornado en cuestionable “derecho”), los ancianos son reducidos, sobre todo en vacaciones, a “población sobrante”, los excluidos de todo tipo acaban constituyendo un excedente social que sobrecarga el gasto público.
Por centrarnos en un terreno que es familiar a nuestros técnicos, la quiebra de elementales principios jurídicos, facilitada por una visión funcionalista y utilitarista del Derecho, relativiza la irretroactividad de las leyes penales y el carácter restrictivo del ius puniendi. Se acaban vinculando los derechos humanos al criterio del merecimiento moral, el cual obviamente no alcanza a determinados comportamientos antisociales (delincuencia, terrorismo internacional). Algo parecido podríamos decir del aislamiento penitenciario. Por eso, nos felicitamos por la reducción de personas en primer grado y en régimen de incomunicación en los últimos años. Las condiciones son tan duras y suponen una negación de tal calibre de la sociabilidad humana que el aislamiento debería quedar como una ultima ratio, siempre por el tiempo mínimo imprescindible, afectado por una finalidad concreta mensurable y sometido a un máximo temporal infranqueable.
Igualmente sabemos que es una cuestión delicada que exige la ponderación de múltiples variables, pero no podemos dejar de hacernos eco de todas las instancias que insisten en que condenas de duración desmesurada conllevan altísimas probabilidades de daños personales irreversibles. En este sentido, nos causa preocupación la situación de los penados, especialmente en los casos sin delitos de sangre, condenados a penas efectivamente acumuladas que, por diversas vicisitudes, superan los límites legales de cumplimiento y llegan a constituir una auténtica cadena perpetua. Ésta supone siempre la negación del principio de perfectibilidad humana que con tanto ahínco defiende nuestra Pastoral. Probablemente pueda ser una vía que ayude a humanizar estas situaciones la re-introducción reglada de los beneficios penitenciarios que impliquen un efectivo acortamiento de condena.
La sociedad debe considerar a las prisiones como algo suyo y a las personas encarceladas como miembros de pleno derecho (salvadas las limitaciones contenidas en la condena judicial). Por eso, nos deberemos comprometer en la aplicación de medidas alternativas a la prisión con más diligencia de la mostrada hasta la fecha (p.e., con los Trabajos en Beneficio de la Comunidad).
Como ya se apuntó, lo relacionado con la extranjería es otro de los ámbitos más sensibles a la vulneración de derechos fundamentales. Tenemos que recordar que, incluso en el caso de una democracia consolidada como la española, el Tribunal Constitucional ha tenido que declarar la inconstitucionalidad de determinados preceptos de la Ley de Extranjería que han permitido a nuestra democracia violar durante varios años los derechos humanos de primera generación de reunión, asociación, manifestación, sindicación y huelga de los extranjeros en situación irregular, reducidos de este modo a la categoría formal de no-personas. No podemos aceptar que los rasgos físicos que denotan la condición de extranjero (no siempre con acierto) constituyan el elemento provocador de malas prácticas como identificaciones masivas o detenciones de personas en situación irregular sin la adecuada cobertura legal.
Siguiendo con “los diferentes”, quiero reiterar la importancia de diagnosticar y tratar adecuadamente a los enfermos mentales y la conveniencia, señalada por los expertos, de que las Comunidades autónomas asuman sus competencias en esta materia para asegurar el derecho integral a la salud de todos los enfermos, tanto de los que pertenecen a la sociedad en libertad, como la de aquellos que –siempre coyunturalmente, recordémoslo- permanecen bajo la tutela de la administración penitenciaria. La enfermedad mental debe ser siempre contemplada desde la perspectiva del derecho a la salud más que desde un enfoque meramente formalista y jurídico. Sin embargo, es urgente incrementar los contactos entre el ámbito de las Ciencias del comportamiento y el del Derecho, para encontrar soluciones efectivas a numerosos problemas que desesperan a muchas familias: medicación involuntaria, régimen jurídico más garantista en los establecimientos psiquiátricos penitenciarios, centros de crisis, programas de respiro a los familiares, más recursos socio-sanitarios, etc.
Igualmente tanto las autoridades como la sociedad deben seguir educando y apostando en la línea de la Justicia restaurativa. Las víctimas deben ser siempre protegidas y reparadas. Sería deseable la constitución de un fondo para que todas las víctimas, especialmente las que han quedado en situación de mayor vulnerabilidad, se viesen inmediatamente reparadas (como ya ocurre en algunos supuestos). Fórmulas de mediación deberían ser también incorporadas al ámbito penitenciario de manera ordinaria (nos consta la existencia de interesantes proyectos piloto) como forma de resolución pacífica de conflictos.
Debe proseguirse la apuesta por los Centros de Inserción Social y posibilitar el acceso a estos centros de penados de 2º grado con bajo perfil de peligrosidad. La separación de las madres de sus hijos debería ser la excepción: el interés superior del menor exige una ponderación adecuada que evite la desatención de los niños y su acercamiento a una peligrosa pendiente resbaladiza. Pocas veces el Derecho puede ser un factor tan criminógeno como cuando aparta a los niños de sus padres o, aunque sea en buenas condiciones, los encarcela a ellos con sus madres. Para estos supuestos, sobre todo cuando no exista peligrosidad criminal, deberían arbitrarse fórmulas que no exijan la privación de libertad o, en el peor de los casos, multiplicarse las unidades externas o dependientes. Aunque corregida en parte en los últimos tiempos, con la apuesta por los CIS, la creación de macrocárceles está conllevando la despersonalización de los internos por la dificultad de lograr un efectivo tratamiento individualizado, a causa de la numerosa población reclusa y por la progresiva desvinculación familiar como consecuencia de los largos viajes y grandes gastos que han de realizar los allegados de la persona presa. En todas estas consideraciones no podemos dejar de dirigir la mirada hacia países de nuestro entorno con muchos menos presos por habitante (y bastantes más delitos), incluso hacia algunos otros, como Holanda, que están cerrando prisiones por falta de presos, sin merma alguna para la seguridad ciudadana, merced a su apuesta por medidas alternativas a la prisión.
La letra de los DDHH queda en letra muerta sin el compromiso de los juristas y de toda la sociedad en su efectividad. Para ello hay que seguir dignificando y universalizando una atención jurídica de calidad prestada por profesionales competentes y comprometidos. Las incidencias de ejecución penitenciaria deberían queda cubiertas por el abogado de oficio que no puede desentenderse de su defendido. Queda todavía mucho trecho por recorrer. Sin duda, el derecho a la defensa y a la tutela judicial es un imposible sin abogados, jueces y fiscales comprometidos de verdad y con humanidad en su trabajo.
Por fin, habremos de estar atentos ante la manipulación de la "alarma social" por los medios de comunicación, que contribuye al aislamiento social del mundo penitenciario y al recurrente “populismo punitivo” de tan fácil instrumentalización política. Apelamos a responsabilidad de los generadores de opinión pública para que profundicen en los postulados de la Justicia restaurativa y eviten la distorsión de la realidad con planteamientos del delito carentes de rigor y de corte emotivista, con apelaciones al miedo como único argumento de autoridad.
VI.- CONCLUSIÓN
La Exhortación Apostólica de Juan Pablo II Christifideles Laici en el nº. 38 dice: “El efectivo reconocimiento de la dignidad personal de todo ser humano exige el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la persona humana, (…) tales derechos provienen de Dios mismo”. Por ello, “todo atropello a la dignidad humana es atropello al mismo Dios” (Puebla, 306).
Sin duda, los DDHH suponen un importante empujón en la universalización de la satisfacción de las necesidades inherentes a la dignidad de las personas y modulados por la Justicia invitan a construir un “nosotros” colectivo tan ancho como el mundo; algo como lo que anticipó el estoico Meleagro de Gadara: “la única patria, extranjero, es el mundo en que vivimos”. Completando este pensamiento y mostrando que todos los buenos caminos conducen a idéntico fin -en el fondo están señalizados por el Señor que los recorrió primero-, Agustín de Hipona proclamaba “que todo hombre tiene como prójimo a todos los hombres”. Traducido a nuestro ámbito, quiera Dios que los seres humanos seamos capaces de encontrar como respuesta a la criminalidad no sólo mejores y más humanas cárceles, sino algo mejor y más humano que la cárcel. En ese sueño de Dios está comprometida la Pastoral Penitenciaria, con tantos hombres y mujeres de buena voluntad empeñados en la humanización de los sistemas penal y penitenciario.
Concluyo. Mis últimas palabras quieren ir dirigidas a los más importantes, a aquellos hombres y mujeres cuyos pesares compartimos; los que dan sentido a nuestra misión y constituyen el corazón de nuestros esfuerzos. Me gustaría ser capaz de asumir la exhortación del autor de la Carta a los Hebreos que pone el listón bien alto: “Acordaos de los presos como si estuvierais encadenados con ellos” (Hbr 13,3). Lamentablemente, estáis entre nosotros en muy pequeño número –con la representación teatral de Yeses se harán simbólicamente presentes en un Congreso que quiere ser el suyo–. A todos los hombres y mujeres privados de libertad por cualquier causa van, por tanto, mis más sentidas palabras finales de cariño, de esperanza y de aliento en sus dificultades. Quieren ser una sencilla rúbrica al callado y evangélico buen hacer de todas las capellanías, siempre dispuestas a mitigar los rigores de la privación de libertad, tratando de ayudar a nuestros hermanos encarcelados a encontrar el sentido y la normalización de su vida.
Estáis en el centro de nuestras ocupaciones y de nuestras preocupaciones. Parafraseando a San Ireneo, la gloria de Dios es que el ser humano viva y sea plenamente libre. Ese es nuestro más sentido deseo y nuestro compromiso. Que con la ayuda de Dios, de su Hijo Jesucristo, que abrió todos los cepos de las prisiones injustas y con la protección amorosa de nuestra Patrona, Ntra. Sra. de la Merced, todos pongamos lo mejor de nosotros mismos para lograr que se afiance la cultura de los Derechos Humanos y de la Justicia restaurativa, para que se multipliquen los puentes y desaparezcan para siempre todos los muros y en verdad “el perdón venza al odio y la indulgencia a la venganza”.
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