La justicia penal vista desde sus
consecuencias
Julián Carlos RÍOS MARTÍN1
«Enseñar a mirar “la otra cara” del derecho
penal
ha de otorgar el coraje de dirigir la mirada
de frente
a la obscenidad de la “justicia penal en las
consecuencias”»
(M. PAVARINI)
1.
Introducción
Hablar de realidad penal y penitenciaria e intentar
universalizar sus conclusiones es una osadía: nadie tiene el monopolio absoluto
de la verdad ni es conocedor completo de la realidad; a lo sumo, de una parte más
bien pequeña. El sistema penal, las instituciones y personas que lo definen,
enmarcan y aplican, forman un poliedro de múltiples caras.
Tener una visión global de todas y hacer una
valoración ponderada de la realidad es una tarea dificilísima incluso para un
observador participante (policía, juez, fiscal, abogado, víctima, infractor,
funcionario de prisiones...). Es sencillo comprender la dificultad de la
elaboración intelectiva de los sistemas y fenómenos sociales, cuyo proceso pasa
por varios filtros antes de su elaboración: interés público y político de la
institución en la que se trabaja, ideología personal, experiencias vitales,
clase social, influencia de medios de comunicación, entre otros muchos.
El derecho penal cumple una función concreta en el
sistema social. La ley y la doctrina penal se han encargado en cada etapa de
definirla y expresarla –retribución, prevención general (positiva y negativa) y
reinserción social–. Son las funciones declaradas. Frente a ellas surgen
espacios de sombra que se escapan al ciudadano y a la mayoría de los operadores
jurídicos. Estos espacios generan información importante, pero el legislador,
aun conociéndola, la desoye en su tarea de creación de las normas penales.
Zonas de la realidad sin iluminar, en las que penetrar y hacerse presente es
tarea nada fácil. Es aquí donde surge el enfrentamiento entre lo declarado y lo
oculto; la tensión entre la legalidad y una parte de la realidad: el derecho
penal desde los fines legales y el derecho penal desde las consecuencias de su
aplicación.
1Abogado. Profesor de Derecho
Penal en la Universidad Pontificia Comillas (ICADE). Madrid.
Uno de los factores explicativos de la crisis de
legitimidad del sistema penal reside, no sólo en su evidente incapacidad para
dar respuesta satisfactoria a los requerimientos de la colectividad y de las
víctimas ante el conflicto delictivo, sino también en las consecuencias
destructivas, tanto físicas como mentales, que genera la pena de prisión en las
personas condenadas1. A pesar de ello, asistimos desde hace ya bastante tiempo
a una utilización desmesurada del Derecho penal2.
Las reformas penales están recogidas en las Leyes
Orgánicas 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el cumplimiento
íntegro y efectivo de las penas; 11/2033, de 29 de septiembre, de materias
concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración
social de los extranjeros; 15/2003, de 25 de noviembre, de modificación de la
LO 10/95; y 20/2003, de 23 de diciembre, dirigida a castigar la convocatoria
ilegal de un referéndum; 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas para la
protección integral contra la violencia de Género. El incremento del número de
penados desde la entrada en vigor de estas leyes es desproporcionado respecto
de los últimos cinco años. A 2 de junio de 2009, hay 76.000 reclusos en España:
una tasa de 166 por cada 100.000 habitantes; es el país de Europa con más
número de personas presas.
Ello no se debe tanto a los nuevos ingresos cuanto a
las dificultades para salir no viene acompañada de una disminución efectiva de
la criminalidad, ni de un sentimiento de mayor seguridad subjetiva de los
ciudadanos ni, por nadie, de confianza en la administración de justicia, que
suele ser percibida como institución ineficaz, debido a una «supuesta
benevolencia » en la cantidad de pena que los Juzgados y Tribunales imponen3
en determinados delitos.
2Para una mayor información en estos aspectos es bueno leer los
siguientes libros: VALVERDE MOLINA,J., La cárcel y sus consecuencias, Ed.
Popular, Madrid 2004; RÍOS MARTÍN, J.C: y CABRERA CABRERA, P.J, Mil Voces
presas, UPCO, Madrid 1999; ID., Mirando el abismo: el régimen cerrado, UPCO,
Madrid 2003. MANZANOS BILBAO, C., Cárcel y marginación social, Gankoa, Bilbao
1997.
3La vinculación de la eficacia del sistema
penal con la cantidad de pena –castigo– como instrumento de solución del
conflicto casi siempre será percibida como ineficaz por la ciudadanía. Una
sencilla razón avala esta hipótesis. El dolor y la violencia que la víctima puede
sentir nunca se calmará con la imposición de penas, por muy elevadas que sean,
ni siquiera con la reclusión perpetua ni la pena de muerte. La vuelta a la
calma emocional de la víctima necesita un enfoque diferente: el duelo
terapéutico, que es consecuencia del dialogo, el conocimiento, la comprensión y
el perdón.
El corte acentuadamente retribucionista de esta
evolución, de una parte, está dejando de lado la función reinsertadora de las
penas, que cada vez cuenta con menor condescendencia social; de otra, las
necesidades reales de las víctimas –escucha, información y cuidado para
sentirse reparado– no coinciden en muchos aspectos con las pretensiones
procesales –estigmatización como testigos de cargo para fundamentar la
sentencia penal.
A pesar de ello, hay que reconocer como positiva la
eficacia preventiva del sistema penal contemporáneo, que permite el tránsito de
la venganza privada al monopolio de la violencia por parte del Estado a través
de un sistema articulado de normas que describen comportamientos lesivos y sus
consecuencias jurídicas. Es más, la ausencia de un sistema penal generaría
graves consecuencias; sirvan como ejemplo de prisión. Éstas son las
consecuencias del modelo de «tolerancia-cero» importado de los EE.UU., que basa
su existencia y expansión en el miedo. El modelo de mediación y conciliación
que se propone en este trabajo, al cuestionar el fundamento y las consecuencias
del sistema de «tolerancia-cero», que consiste en el incremento desmesurado del
número de personas presas, ataca directamente a quienes quieren obtener réditos
económicos de la ejecución penal.
Las empresas de seguridad privada y las que se
encargan de gestionar las prisiones privadas, en España, de momento, todas las
de menores, pueden cuestionar la mediación, porque supondría la reducción
drástica de sus clientes. Y ello no sólo por el posible incremento de penas
alternativas a la prisión –no ingresos en la cárcel–, sino también por la
concienciación social de formas alternativas, dialogadas, de solucionar los conflictos,
así como en una redimensión de la inseguridad y del miedo.
Los actos de venganza privada en los países en que la
administración de justicia penal no funciona, o incluso en países de nuestro
entorno, donde la organización de vigilancia privada violenta de vecinos que
residen en zonas en que la delincuencia no es controlada, por la ausencia de
efectivos policiales. Se trata de la violencia que indirectamente genera la
propia administración del Estado, no sólo por el abandono de inversión suficiente
en ámbitos sociales de prevención de conductas delictivas: extranjería,
pobreza, enfermedad mental, marginación, toxicomanías4, sino también
por la ausencia de inversión en medios policiales, encomendando la protección
ciudadana a la dudosa gestión privada de las empresas de seguridad5,
que ocupan un sector económico con enormes beneficios6.
No obstante, y a pesar de la necesaria función
protectora y preventiva del sistema penal, hay que hacer una reflexión crítica
del mismo. Sin ella, corremos el riesgo de incrementar innecesariamente la
intransigencia, la violencia personal e institucional y, por ende, el
sufrimiento. La gestión del conflicto delictivo es algo más que el castigo
infligido a quien comete el delito: «quien la hace la paga», expresión que se
divulga desde determinadas opciones políticas y desde los medios de
comunicación que les dan cobertura.
4Quien haya visitado los patios de, al menos,
cuatro prisiones sabe perfectamente de lo que hablamos. La cárcel es el espacio
institucional que recibe el fracaso social: la pobreza, la marginación, la
ausencia de educación no violenta e igualitaria, la enfermedad mental, las
toxicomanías y las consecuencias de esta sociedad consumista, de gratificación
inmediata. Para profundizar en este tema ver: WACQUANT, L., «Voces desde el
vientre de la bestia americana» (Prólogo), en (Daniel Burton-Rose, Dan Pens y
Paul Wright [eds.]) El encarcelamiento de América: una visión desde el interior
de la industria penitenciaria de EE.UU., Virus Editorial, Barcelona. Vid. Tb,
Los mitos cultos de la nueva seguridad, en Políticas sociales en Europa.
Tolerancia cero, Ed. Harcer, Barcelona 2004.
5En el trabajo elaborado para la Fundación
Encuentro (CECS 2003) básicamente por policías y guardias civiles, se dice que
la evolución de la seguridad privada en nuestro país no guarda relación directa
con la evolución de la criminalidad. El incremento del personal de seguridad
privada se produce tanto cuando aumenta la delincuencia como cuando ésta
desciende.
6Para intuir las consecuencias de la industria
del sistema penal, visitar http://www.correctionscorp.com/index.html, de la
empresa privada que gestiona más cárceles en los EE.UU., aprovechándose
económicamente del dolor y el sufrimiento del sistema penal e introduciéndose e
incorporando en éste un carácter privado y de lucro al que tiene que ser, en
todo caso, siempre público; sorprende la campaña de atracción de inversores y
los resultados económicamente espectaculares. Ver también
, que contiene una
importante variedad de documentos antiprivatización. España se ha gastado 7
millones de euros en tecnología Israelí para el control de medios telemáticos.
La violencia y la incomprensión hacen del sistema
penal, a pesar de ser un instrumento necesario, un encuentro de perdedores.
Pierden las víctimas y sus familias, que ven cómo el actual sistema procesal no
repara el daño sufrido (a lo sumo, si el infractor tiene bienes, el pago de la
responsabilidad civil), ni les escucha, ni acoge, ni reconoce, ni les
posibilita un encuentro verdadero y seguro con el infractor. Debe acudir al
juzgado y someterse a una agotadora y ritualista parafernalia procesal difícil
de comprender. Al final, no recibe una explicación, y se le sustrae el elemental
derecho a la verdad, una verdad que está en no pocas ocasiones en manos del
agresor. Termina desconociendo el futuro que le espera a la persona condenada y
por qué a él se le eligió como víctima o si volverá a serlo en un futuro más o
menos cercano. Estoy convencido de que muchas víctimas pierden humanamente, y
tan sólo les queda el sentimiento de venganza y la responsabilidad civil, si el
infractor tuviera dinero. Pierden el infractor, su familia y sus amigos. El
primero se ve condenado a una experiencia incierta en el tiempo, no sólo de
privación de libertad, sino de destrucción física, psíquica y relacional.
Pierde la seguridad ciudadana, porque los delitos y la
reincidencia, con las políticas de ley y orden en detrimento de las políticas
de cohesión y justicia social, aumentan, aunque desde la tribuna política los
mensajes sean los contrarios. Pierden los jueces, que son incomprendidos en su
difícil tarea de juzgar; son escasamente apoyados por su órgano de
representación, en nada escuchados por el Ministerio de justicia y, ante
situaciones complejas, sometidos a críticas y acoso público de los medios de
comunicación. Pierden los funcionarios de prisiones, que, ante la masificación
de las cárceles, ven cómo apenas pueden desarrollar su trabajo en unas mínimas
condiciones de seguridad personal y de eficacia profesional. Perdemos todos,
salvo el interés de una «clase política» que a través de mensajes públicos y de
modificaciones legales –huérfanas, éstas, de previos estudios científicos y guíadas
por intereses electoralistas– intentan esconder una realidad que a algunos se
nos antoja bien distinta.
2.
Algunas reflexiones sobre el contexto socio-político del sistema penal
Como hemos indicado en la nota 2, España es el país de
Europa con mayor número de personas recluidas en centros penitenciarios. Las
cárceles españolas cuentan con 76.000 reclusos. Este incremento comenzó en el
año 2002 y coincidió con las campañas sobre inseguridad ciudadana auspiciadas
en los medios de comunicación por los partidos políticos mayoritarios (PSOE y
PP). Las políticas de tolerancia-cero, importadas de EE.UU., encuentran el
aplauso en la sociedad gracias a la influencia del temor, únicamente fundado de
forma excepcional por las campañas realizadas por los medios de comunicación.
La oposición intenta instrumentalizar el tema para «abrir brecha» en el
electorado del partido gobernante: un hecho que hace que éste extreme sus
políticas de «ley y orden», buscando soluciones al complejo fenómeno criminal
únicamente desde perspectivas represivo/policiales. Así, desde las tribunas
políticas, se lanzan mensajes con la supuesta solución para «barrer las
calles»: la intervención policial en coordinación con el incremento de los
servicios de seguridad privada. Las demás políticas preventivas y correctoras
de la injusticia social que están en la base de muchos pequeños delitos se
silencian reiteradamente por los partidos políticos, que buscan réditos
electorales a corto plazo.
A partir de este momento (2002) se incrementó
desproporcionada-mente el número de personas presas: comienzan a salir menos y
a entrar más. La política del Ministerio del Interior que dirige la actividad
penitenciaria intensifica los límites para el acceso al tercer grado y los
permisos; paralelamente, se inicia una profusa actividad legislativa en el
ámbito de ejecución penal, que culmina con la LO 7/2003, que impone límites de
acceso a este régimen de vida en semilibertad (período de seguridad), el
incremento del límite máximo de penas y el pago de la responsabilidad civil.
Coetáneamente, se inicia una campaña pública/política de inseguridad ciudadana
en la que se vincula al extranjero con el delito; campaña que finaliza con la
modificación de la Ley de enjuiciamiento criminal y la potenciación de los
«juicios rápidos», en la que se dedica un enorme esfuerzo personal e
institucional de la maquinaria judicial en detrimento de otros ámbitos
judiciales más importantes.
Estos hechos han causado una justificada crispación en
el cuerpo social; pero éste, lejos de intentar dimensionar real, global y
racional-mente el problema, se ha dejado arrastrar por declaraciones y
manifestaciones neo-retribucionistas, fomentadoras de la represión, que han
sido vertidas de forma reiterada por los medios de comunicación y que han quedado
plasmados, como hemos expresado, en las reformas penales.
Esta creencia, popularmente extendida, en la
vinculación entre inseguridad ciudadana y ausencia de represión lleva, sin
embargo, de manera inexorable y lógica, a planteamientos y conclusiones simplistas,
poco rigurosos, equivocados y, a menudo, peligrosos.
Existe inseguridad ciudadana en cuanto al delito: no
se puede negar. Pero la inseguridad vital que generan los inalcanzables precios
de las viviendas, la precariedad absoluta de los contratos laborales y la
desarticulación del Estado Social también alcanza a una buena parte de los
ciudadanos, generando sensaciones objetivas de vulnerabilidad. Para combatir la
inseguridad vinculada al delito son necesarios unos medios policiales bien
formados y remunerados. Pero no es suficiente. Las soluciones a este problema
son más complejas que las propuestas simplistas con las que se pretende abordar
políticamente: exclusiva solución policial, penal y de fomento de la venganza
social a través de la información morbosa de los medios de comunicación. Nada
es más vendible políticamente en este momento, en que prima la seguridad muy
por encima de la libertad (con renuncia expresa a cohonestar ambas, como
debería ser), que incrementar la cantidad de años de prisión, someter a
condiciones más estrictas su ejecución, llenar las cárceles hasta el
hacinamiento y aumentar los clientes del sistema penal, tanto de modo formal
como informal. Acaban por aniquilarse, definitivamente otras opciones viables,
más humanas y eficaces: la neutralización del miedo al otro; el reto de saber
coexistir con el diferente; el ser al tiempo iguales pero diversos; la
capacidad de gestionar los conflictos sin eliminar a la otra parte, desde el
diálogo y no desde el monólogo violento. El paradigma constitucional de la
orientación reinsertadora de las penas está guardándose en el baúl de los
recuerdos, mientras, precipitadamente y sin sosegado debate, damos paso a un
peligroso principio «tolerancia-cero» difícilmente compatible con la cultura de
los derechos y las garantías jurídicas.
Nadie que conozca mínimamente la realidad
penitenciaria de nuestro país puede ignorar que las cárceles están llenas de
pobres, tanto españoles como extranjeros (casi ya el 36%), de personas con
procesos de socialización absolutamente carenciales. El 50% son
drogodependientes y delinquen para conseguir droga; otro elevado porcentaje de
gente trae droga a España o trapichea con ella como única forma de sustento.
No se trata de justificar el delito, sino de comprenderlo
en sus raíces profundas, para poder intervenir positiva y eficazmente. Algunos
que llevamos varios años trabajando en espacios donde se genera y está presente
la exclusión social (barrios, juzgados, cárceles...) podemos afirmar que en
estos momentos el Estado social que establece la Constitución española está en
vías de extinción. A este respecto, me pregunto qué sería más indicado para la
convivencia social: ¿calmar los deseos de venganza a través de condenas de
varios años en cárceles hacinadas, violentas, despersonalizadoras, excluyentes,
fomentadoras de abusos de poder o, por el contrario, intentar, siempre que sea
posible, buscar alternativas a estos lugares de castigo, en los que, tras un
análisis y estudio de los motivos que llevan a las personas a cometer delitos,
se promueva una intervención personal y social en su entorno (familia, barrio,
actividad laboral...), a fin de evitar el
deslizamiento de estas personas hacia nuevas conductas delictivas? Una
contestación libre de prejuicios y estereotipos manipulados pasa,
ineludiblemente, por dos necesidades.
La primera se traduce en un esfuerzo por conocer la
realidad segregadora de la cárcel y, por tanto, por descubrir la
instrumentalización de la legalidad con fines de control, castigo y segregación;
la segunda se concreta en un intento de asunción, por parte de los miembros de
la sociedad, de una responsabilidad compartida en el entramado
pobreza-delincuencia, que nos conduce inexorablemente hacia una búsqueda de
soluciones humanas y eficaces que no se corresponden directamente con la
represión penal, sino con la administración de una justicia que repare el daño,
que equilibre desigualdades sociales y que, en último extremo, con las debidas
garantías jurídicas, juzgue conductas buscando soluciones reales a los
conflictos delictivos. Soluciones que pasan, en bastantes ocasiones, por la
evitación del encierro carcelario.
3.
Acerca de la tensión entre tratamiento penitenciario
y
desestructuración personal
La cárcel es un instrumento coercitivo en manos del
Estado cuya actividad
viene regulada por el Derecho positivo, pero cuyas
normas se interpretan desde criterios políticos de seguridad ciudadana,
incompatibles algunos de ellos con la seguridad jurídica de un Estado de Derecho.
Simplemente, hay que acudir a las resoluciones de clasificación de las Juntas
de tratamiento o del Centro Directivo, en las que los mantenimientos de grado y
las regresiones carecen de una mínima fundamentación de hecho y de derecho.
Al ser la cárcel una institución regulada por el
Derecho, se provoca con frecuencia que la función que se le otorga se construya
desde enfoques estrictamente jurídicos. Ello motiva una confusión entre
realidad y legalidad que da pie, en no pocas ocasiones, a la falacia deóntica
de confundir el ser (la realidad penitenciaria) con el deber ser (los
mecanismos legales que regulan la actuación penitenciaria). Por ello, es
necesario no limitarse a un enfoque estrictamente jurídico, ya que sería
parcializar la realidad de la prisión, que, por otra parte, es el núcleo
principal de su propia naturaleza. El enfoque jurídico está destinado a
estudiar la manera de regular y legitimar, es decir, de formalizar los sistemas
de organización y reproducción de los aparatos punitivos. En cambio, el enfoque
sociológico, de tipo universal, va a suponer un cuestionamiento de las
respuestas punitivas y va a descubrir el papel legitimador y justificador de
las leyes cuando tratan de establecer las finalidades y funciones formales de
las instituciones carcelarias.
Por ello no se pueden desconocer otras formas de
abordar la ejecución de la pena de
prisión, pues en ello el Estado se juega la legitimidad de la regulación
normativa del ordenamiento penal, la dignidad de los ciudadanos presos, de los
trabajadores penitenciarios, de la seguridad ciudadana, de la reparación
positiva de la víctima, del cumplimiento de la orientación constitucional de la
pena de prisión.
¿Confiarían os ciudadanos en un sistema penal cuya
ejecución destruyera social y personalmente a los penados? ¿Confiarían los
ciudadanos en un sistema, en el que pueden entrar algún día, que segrega,
separa, aísla y no aporta soluciones a los conflictos que subyacen al delito?
Consideramos, por ello, necesario adentrarnos, aunque
sea someramente, en las consecuencias sociales y psicológicas de la pena de
prisión, tema del que no se habla y que condiciona absolutamente la legitimidad
de esta pena.
3.1.
Legalidad resocializadora
Según el mandato constitucional, se considera la
prisión como una institución resocializadora y, por tanto, destinada a la
preparación para la
reincorporación de los presos a la sociedad. La Ley
pretende significar, como dice la Exposición de Motivos de la L.O.G.P., que «el
penado no es un ser eliminado de la sociedad, sino una persona que continúa
formando parte de la misma, incluso como miembro activo». Para ello, la prisión
intenta crear en los presos, a través de un tratamiento reformador, formas de
comportamiento social diferentes de las que motivaron su ingreso en la institución
penitenciaria. Este proceso reeducador tiene un doble objetivo. Por un lado,
dotar de habilidades sociales y medios adecuados al preso, a fin de que aprenda
a afrontar y a superar su situación personal y social. Por otro, movilizar los
recursos comunitarios.
No obstante, de la búsqueda de la reinserción social,
en cuanto fin buscado por la propia pena privativa de libertad, no se puede
responsabilizar exclusivamente al preso, sino que se debe poner el énfasis en
la idoneidad de los medios que la institución penitenciaria utiliza para la
consecución de tal fin. Se trata, en consecuencia, de orientar el esfuerzo
resocializador, no sólo en el cuestionamiento del propio sistema penal, sino
también en la modificación de la propia estructura carcelaria, para evitar los
efectos desocializadores y desestructuradores que aquélla provoca en el preso y
en su familia.
3.2.
Realidad despersonalizadora
Para la consecución de un mínimo de orden en espacios
cerrados, hacinados, la cárcel y las personas que se dedican a su organización
fomentan una régimen de vida en el que los reclusos pasan a ser una cifra, una
unidad que se mueve en torno a un sistema automático de vida, a fin de
conformar estrictos esquemas de dominio y disciplina para la consecución de
aquellos fines. El énfasis en la seguridad, en evitar la fuga, en el control de
la vida del preso en cada momento y, por tanto, en su sumisión, convierte la
prisión –en sí misma anormalizadora, en función de su consideración de
«ambiente total»– en un hábitat que transmite al recluso una gran violencia.
El ingreso en prisión comienza con una interrupción o,
como ocurre con frecuencia, con una pérdida de la relación del preso con su
medio familiar, social y laboral. Esta ruptura con el mundo exterior va a
provocar el comienzo de procesos de distanciamiento y desarraigo.
Además, implica el alejamiento de los valores, de las
normas de comportamiento y de las leyes del mundo exterior, originándose así un
sentimiento de desamparo, de vacío normativo y de rechazo social. A partir de
este momento, las personas reclusas comienzan a sufrir una indeterminable
experiencia de convivencia que las conduce, a través de una adaptación
anormalizadora, a un medio social caracterizado por la omnipresencia de
relaciones de dominación, disciplina, obediencia irracional, estancia obligada,
sumisión permanente y tensión violenta en las relaciones, a una quiebra del yo
y una pérdida definitiva de los roles y status sociales anteriores al ingreso.
La adquisición de una nueva identidad, como consecuencia de la alteración de la
identidad personal y de la forma de ser anterior, viene impulsada por el
aislamiento de su entorno social y la imposición de los nuevos marcos de
referencia psicológicos y relacionales de la prisión. Ello hace que la cárcel
se convierta en un auténtico sistema social donde el preso no puede prever las
situaciones, circunstancia esta que motiva el origen de un permanente peligro y
de un notable estado de ansiedad.
Las pautas de comportamiento cambian. La actitud
permanente de desconfianza ante todos los que le rodean, frente a compañeros,
los funcionarios, e incluso la propia familia, se hace manifiesta. Esta actitud
viene motivada por la necesidad de desarrollar mecanismos de defensa, de
autoconservación, en un ambiente hostil y agresivo. Esta actitud se generaliza,
y la desconfianza se convierte a veces en un sentimiento o deseo de venganza
hacia categorías abstractas (policía, sociedad) y se dispara hacia las personas
más cercanas ante la necesidad de descargar la tensión y la angustia
acumuladas. Al ser la institución penitenciaria una estructura poderosa frente
a la cual el recluso se vivencia a sí mismo como débil, se ve obligado a
autoafirmarse frente a ese medio hostil para mantener unos niveles mínimos de
autoestima.
En este contexto, con frecuencia, el preso adopta una
actitud violenta y agresiva. Ello origina la intervención de los mecanismos
penitenciarios de disciplina que motivan, la pérdida de posibilidades de
obtener permisos, regresiones de grado, imposibilidad de acceder a situaciones
de contacto con el exterior, aislamiento, etc. Estados o modos de vida que
conllevan un agravamiento en la anormalización y en la desestructuración
personal.
Por otra parte, el internamiento carcelario origina
una depravación sensorial (vista, oído, olfato) y una alteración de los ritmos
vitales anteriores al ingreso. Esta alteración es provocada por la relación de
dependencia absoluta a la institución, debido a que la reglamentación de todas
las actividades vitales (comida, sueño, ocio, relaciones personales) está
dirigida al control de todos los actos, a fin de evitar la autonomía del preso
y su capacidad de reacción. Esta situación conduce a un proceso de
infantilización, de pérdida del rol de adulto, creando un sentimiento íntimo de
dependencia absoluta que altera su identidad personal y social, su autoimagen y
la conciencia de sí mismo. El miedo al aislamiento, que implica un sentimiento
profundo de soledad y angustia vital ante la pérdida de puntos habituales de
referencia, la tensión permanente, la violación de la intimidad motivada por el
hacinamiento físico y psíquico, las humillaciones y amenazas, la monotonía, el
tiempo vacío... agravan esta situación.
Al salir de la prisión, existe una serie de
condiciones objetivas que influyen en el desarraigo social. En este sentido,
los graves trastornos psíquicos originados por la cárcel, la dificultad para
relacionarse y mantener relaciones empáticas hacia otros seres humanos, sin
manipular ni engañar (actitudes necesarias aprendidas en la cárcel), la falta
de posibilidades de trabajo, la carencia de habilidades socio-laborales, la
situación familiar y del entorno social próximo y, en no pocas ocasiones, la
necesidad de un tratamiento socio-sanitario ante graves problemas de salud,
sobre todo creados por el consumo de drogas, hacen casi imposible la inserción
social y la no reincidencia en las conductas delictivas. No dejan otras
posibilidades. La cárcel sumerge a muchos sumergidos; la sociedad o los
factores de control se encargarán de ratificarlo. Esta actitud tan poco
propicia del Estado y de la sociedad, que sólo exige que el delincuente sea
castigado, echa por tierra toda política preventiva y resocializadora.
Una vez centrada la cuestión en estos términos, no
dudamos en afirmar que el protagonista esencial del que va a depender el
cumplimiento de los fines legislativos de la pena es la administración
penitenciaria y, junto a ella, sus responsables políticos. Éstos deberán
utilizar los medios necesarios para evitar los efectos desocializadores de la
prisión, porque no todos los problemas que tiene ésta para conseguir sus metas
resocializadoras le vienen dados desde fuera. Es más, los principales
obstáculos se encuentran dentro de la misma cárcel. Es ahí donde hay que buscar
las causas de su inutilidad y su ineficacia. Si se observa con realismo la
praxis y los preceptos legales y reglamentarios que regulan el sistema
penitenciario, pronto se observará que existen instituciones, modelos y datos
difícilmente compaginables, cuando no simplemente contrarios a las metas
resocializadoras que teóricamente se propone alcanzar.
Los responsables de la administración deberán
cuestionarse la eficacia de los equipos de tratamiento, el cumplimiento de la
función encomendada a los psicólogos, educadores o criminólogos, la objetividad
de la observación, clasificación e intervención educativa con los presos...
Por otro lado, este cuestionamiento debería extenderse
a los abusos de poder de ciertos funcionarios, así como a la concesión de
beneficios a cambio de la sumisión a la omni-reguladora y destructiva
disciplina penitenciaria. Sin olvidar, el fin exclusivamente disciplinario que
actualmente se otorga al permiso, obviando, por tanto, la importancia esencial
del contacto del preso con el exterior a través de aquél o de la concesión de
medidas alternativas no prisionizadoras. Porque, en último término,
«reinserción» implica favorecer el contacto activo recluso-comunidad, siendo
preciso que la administración penitenciaria inicie un proceso de potenciación
de los contactos sociales del recluso, atenuando la pena cuando ello sea
posible, o bien haciendo que la vida dentro del establecimiento penitenciario
se asemeje lo más posible a la vida en libertad. En último extremo, cabe
señalar que el tratamiento ha sido eclipsado por el régimen, por la
desconfianza de la institución en el cambio positivo de las personas, por el
elevado coste económico que unas medidas reales de tratamiento supondrían
(aunque al final serían menos costosas socialmente si realmente previene
futuros delitos), por el incremento de riesgos al tener que aplicar libertades
y excarcelaciones, por las ideas retribucionistas que existen en el ámbito
penitenciario y en amplios sectores sociales.
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