miércoles, 21 de octubre de 2009


La justicia penal vista desde sus consecuencias

Julián Carlos RÍOS MARTÍN1

«Enseñar a mirar “la otra cara” del derecho penal
ha de otorgar el coraje de dirigir la mirada de frente
a la obscenidad de la “justicia penal en las consecuencias”»

(M. PAVARINI)


1. Introducción

Hablar de realidad penal y penitenciaria e intentar universalizar sus conclusiones es una osadía: nadie tiene el monopolio absoluto de la verdad ni es conocedor completo de la realidad; a lo sumo, de una parte más bien pequeña. El sistema penal, las instituciones y personas que lo definen, enmarcan y aplican, forman un poliedro de múltiples caras.
Tener una visión global de todas y hacer una valoración ponderada de la realidad es una tarea dificilísima incluso para un observador participante (policía, juez, fiscal, abogado, víctima, infractor, funcionario de prisiones...). Es sencillo comprender la dificultad de la elaboración intelectiva de los sistemas y fenómenos sociales, cuyo proceso pasa por varios filtros antes de su elaboración: interés público y político de la institución en la que se trabaja, ideología personal, experiencias vitales, clase social, influencia de medios de comunicación, entre otros muchos.

El derecho penal cumple una función concreta en el sistema social. La ley y la doctrina penal se han encargado en cada etapa de definirla y expresarla –retribución, prevención general (positiva y negativa) y reinserción social–. Son las funciones declaradas. Frente a ellas surgen espacios de sombra que se escapan al ciudadano y a la mayoría de los operadores jurídicos. Estos espacios generan información importante, pero el legislador, aun conociéndola, la desoye en su tarea de creación de las normas penales. Zonas de la realidad sin iluminar, en las que penetrar y hacerse presente es tarea nada fácil. Es aquí donde surge el enfrentamiento entre lo declarado y lo oculto; la tensión entre la legalidad y una parte de la realidad: el derecho penal desde los fines legales y el derecho penal desde las consecuencias de su aplicación.

1Abogado. Profesor de Derecho Penal en la Universidad Pontificia Comillas (ICADE). Madrid.
Uno de los factores explicativos de la crisis de legitimidad del sistema penal reside, no sólo en su evidente incapacidad para dar respuesta satisfactoria a los requerimientos de la colectividad y de las víctimas ante el conflicto delictivo, sino también en las consecuencias destructivas, tanto físicas como mentales, que genera la pena de prisión en las personas condenadas1. A pesar de ello, asistimos desde hace ya bastante tiempo a una utilización desmesurada del Derecho penal2.

Las reformas penales están recogidas en las Leyes Orgánicas 7/2003, de 30 de junio, de medidas de reforma para el cumplimiento íntegro y efectivo de las penas; 11/2033, de 29 de septiembre, de materias concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros; 15/2003, de 25 de noviembre, de modificación de la LO 10/95; y 20/2003, de 23 de diciembre, dirigida a castigar la convocatoria ilegal de un referéndum; 1/2004, de 28 de diciembre, de medidas para la protección integral contra la violencia de Género. El incremento del número de penados desde la entrada en vigor de estas leyes es desproporcionado respecto de los últimos cinco años. A 2 de junio de 2009, hay 76.000 reclusos en España: una tasa de 166 por cada 100.000 habitantes; es el país de Europa con más número de personas presas.
Ello no se debe tanto a los nuevos ingresos cuanto a las dificultades para salir no viene acompañada de una disminución efectiva de la criminalidad, ni de un sentimiento de mayor seguridad subjetiva de los ciudadanos ni, por nadie, de confianza en la administración de justicia, que suele ser percibida como institución ineficaz, debido a una «supuesta benevolencia » en la cantidad de pena que los Juzgados y Tribunales imponen3 en determinados delitos.


2Para una mayor información en estos aspectos es bueno leer los siguientes libros: VALVERDE MOLINA,J., La cárcel y sus consecuencias, Ed. Popular, Madrid 2004; RÍOS MARTÍN, J.C: y CABRERA CABRERA, P.J, Mil Voces presas, UPCO, Madrid 1999; ID., Mirando el abismo: el régimen cerrado, UPCO, Madrid 2003. MANZANOS BILBAO, C., Cárcel y marginación social, Gankoa, Bilbao 1997.

3La vinculación de la eficacia del sistema penal con la cantidad de pena –castigo– como instrumento de solución del conflicto casi siempre será percibida como ineficaz por la ciudadanía. Una sencilla razón avala esta hipótesis. El dolor y la violencia que la víctima puede sentir nunca se calmará con la imposición de penas, por muy elevadas que sean, ni siquiera con la reclusión perpetua ni la pena de muerte. La vuelta a la calma emocional de la víctima necesita un enfoque diferente: el duelo terapéutico, que es consecuencia del dialogo, el conocimiento, la comprensión y el perdón.


El corte acentuadamente retribucionista de esta evolución, de una parte, está dejando de lado la función reinsertadora de las penas, que cada vez cuenta con menor condescendencia social; de otra, las necesidades reales de las víctimas –escucha, información y cuidado para sentirse reparado– no coinciden en muchos aspectos con las pretensiones procesales –estigmatización como testigos de cargo para fundamentar la sentencia penal.

A pesar de ello, hay que reconocer como positiva la eficacia preventiva del sistema penal contemporáneo, que permite el tránsito de la venganza privada al monopolio de la violencia por parte del Estado a través de un sistema articulado de normas que describen comportamientos lesivos y sus consecuencias jurídicas. Es más, la ausencia de un sistema penal generaría graves consecuencias; sirvan como ejemplo de prisión. Éstas son las consecuencias del modelo de «tolerancia-cero» importado de los EE.UU., que basa su existencia y expansión en el miedo. El modelo de mediación y conciliación que se propone en este trabajo, al cuestionar el fundamento y las consecuencias del sistema de «tolerancia-cero», que consiste en el incremento desmesurado del número de personas presas, ataca directamente a quienes quieren obtener réditos económicos de la ejecución penal.

Las empresas de seguridad privada y las que se encargan de gestionar las prisiones privadas, en España, de momento, todas las de menores, pueden cuestionar la mediación, porque supondría la reducción drástica de sus clientes. Y ello no sólo por el posible incremento de penas alternativas a la prisión –no ingresos en la cárcel–, sino también por la concienciación social de formas alternativas, dialogadas, de solucionar los conflictos, así como en una redimensión de la inseguridad y del miedo.

Los actos de venganza privada en los países en que la administración de justicia penal no funciona, o incluso en países de nuestro entorno, donde la organización de vigilancia privada violenta de vecinos que residen en zonas en que la delincuencia no es controlada, por la ausencia de efectivos policiales. Se trata de la violencia que indirectamente genera la propia administración del Estado, no sólo por el abandono de inversión suficiente en ámbitos sociales de prevención de conductas delictivas: extranjería, pobreza, enfermedad mental, marginación, toxicomanías4, sino también por la ausencia de inversión en medios policiales, encomendando la protección ciudadana a la dudosa gestión privada de las empresas de seguridad5, que ocupan un sector económico con enormes beneficios6.

No obstante, y a pesar de la necesaria función protectora y preventiva del sistema penal, hay que hacer una reflexión crítica del mismo. Sin ella, corremos el riesgo de incrementar innecesariamente la intransigencia, la violencia personal e institucional y, por ende, el sufrimiento. La gestión del conflicto delictivo es algo más que el castigo infligido a quien comete el delito: «quien la hace la paga», expresión que se divulga desde determinadas opciones políticas y desde los medios de comunicación que les dan cobertura.

4Quien haya visitado los patios de, al menos, cuatro prisiones sabe perfectamente de lo que hablamos. La cárcel es el espacio institucional que recibe el fracaso social: la pobreza, la marginación, la ausencia de educación no violenta e igualitaria, la enfermedad mental, las toxicomanías y las consecuencias de esta sociedad consumista, de gratificación inmediata. Para profundizar en este tema ver: WACQUANT, L., «Voces desde el vientre de la bestia americana» (Prólogo), en (Daniel Burton-Rose, Dan Pens y Paul Wright [eds.]) El encarcelamiento de América: una visión desde el interior de la industria penitenciaria de EE.UU., Virus Editorial, Barcelona. Vid. Tb, Los mitos cultos de la nueva seguridad, en Políticas sociales en Europa. Tolerancia cero, Ed. Harcer, Barcelona 2004.

5En el trabajo elaborado para la Fundación Encuentro (CECS 2003) básicamente por policías y guardias civiles, se dice que la evolución de la seguridad privada en nuestro país no guarda relación directa con la evolución de la criminalidad. El incremento del personal de seguridad privada se produce tanto cuando aumenta la delincuencia como cuando ésta desciende.

6Para intuir las consecuencias de la industria del sistema penal, visitar http://www.correctionscorp.com/index.html, de la empresa privada que gestiona más cárceles en los EE.UU., aprovechándose económicamente del dolor y el sufrimiento del sistema penal e introduciéndose e incorporando en éste un carácter privado y de lucro al que tiene que ser, en todo caso, siempre público; sorprende la campaña de atracción de inversores y los resultados económicamente espectaculares. Ver también , que contiene una importante variedad de documentos antiprivatización. España se ha gastado 7 millones de euros en tecnología Israelí para el control de medios telemáticos.


La violencia y la incomprensión hacen del sistema penal, a pesar de ser un instrumento necesario, un encuentro de perdedores. Pierden las víctimas y sus familias, que ven cómo el actual sistema procesal no repara el daño sufrido (a lo sumo, si el infractor tiene bienes, el pago de la responsabilidad civil), ni les escucha, ni acoge, ni reconoce, ni les posibilita un encuentro verdadero y seguro con el infractor. Debe acudir al juzgado y someterse a una agotadora y ritualista parafernalia procesal difícil de comprender. Al final, no recibe una explicación, y se le sustrae el elemental derecho a la verdad, una verdad que está en no pocas ocasiones en manos del agresor. Termina desconociendo el futuro que le espera a la persona condenada y por qué a él se le eligió como víctima o si volverá a serlo en un futuro más o menos cercano. Estoy convencido de que muchas víctimas pierden humanamente, y tan sólo les queda el sentimiento de venganza y la responsabilidad civil, si el infractor tuviera dinero. Pierden el infractor, su familia y sus amigos. El primero se ve condenado a una experiencia incierta en el tiempo, no sólo de privación de libertad, sino de destrucción física, psíquica y relacional.
Pierde la seguridad ciudadana, porque los delitos y la reincidencia, con las políticas de ley y orden en detrimento de las políticas de cohesión y justicia social, aumentan, aunque desde la tribuna política los mensajes sean los contrarios. Pierden los jueces, que son incomprendidos en su difícil tarea de juzgar; son escasamente apoyados por su órgano de representación, en nada escuchados por el Ministerio de justicia y, ante situaciones complejas, sometidos a críticas y acoso público de los medios de comunicación. Pierden los funcionarios de prisiones, que, ante la masificación de las cárceles, ven cómo apenas pueden desarrollar su trabajo en unas mínimas condiciones de seguridad personal y de eficacia profesional. Perdemos todos, salvo el interés de una «clase política» que a través de mensajes públicos y de modificaciones legales –huérfanas, éstas, de previos estudios científicos y guíadas por intereses electoralistas– intentan esconder una realidad que a algunos se nos antoja bien distinta.


2. Algunas reflexiones sobre el contexto socio-político del sistema penal

Como hemos indicado en la nota 2, España es el país de Europa con mayor número de personas recluidas en centros penitenciarios. Las cárceles españolas cuentan con 76.000 reclusos. Este incremento comenzó en el año 2002 y coincidió con las campañas sobre inseguridad ciudadana auspiciadas en los medios de comunicación por los partidos políticos mayoritarios (PSOE y PP). Las políticas de tolerancia-cero, importadas de EE.UU., encuentran el aplauso en la sociedad gracias a la influencia del temor, únicamente fundado de forma excepcional por las campañas realizadas por los medios de comunicación. La oposición intenta instrumentalizar el tema para «abrir brecha» en el electorado del partido gobernante: un hecho que hace que éste extreme sus políticas de «ley y orden», buscando soluciones al complejo fenómeno criminal únicamente desde perspectivas represivo/policiales. Así, desde las tribunas políticas, se lanzan mensajes con la supuesta solución para «barrer las calles»: la intervención policial en coordinación con el incremento de los servicios de seguridad privada. Las demás políticas preventivas y correctoras de la injusticia social que están en la base de muchos pequeños delitos se silencian reiteradamente por los partidos políticos, que buscan réditos electorales a corto plazo.

A partir de este momento (2002) se incrementó desproporcionada-mente el número de personas presas: comienzan a salir menos y a entrar más. La política del Ministerio del Interior que dirige la actividad penitenciaria intensifica los límites para el acceso al tercer grado y los permisos; paralelamente, se inicia una profusa actividad legislativa en el ámbito de ejecución penal, que culmina con la LO 7/2003, que impone límites de acceso a este régimen de vida en semilibertad (período de seguridad), el incremento del límite máximo de penas y el pago de la responsabilidad civil. Coetáneamente, se inicia una campaña pública/política de inseguridad ciudadana en la que se vincula al extranjero con el delito; campaña que finaliza con la modificación de la Ley de enjuiciamiento criminal y la potenciación de los «juicios rápidos», en la que se dedica un enorme esfuerzo personal e institucional de la maquinaria judicial en detrimento de otros ámbitos judiciales más importantes.

Estos hechos han causado una justificada crispación en el cuerpo social; pero éste, lejos de intentar dimensionar real, global y racional-mente el problema, se ha dejado arrastrar por declaraciones y manifestaciones neo-retribucionistas, fomentadoras de la represión, que han sido vertidas de forma reiterada por los medios de comunicación y que han quedado plasmados, como hemos expresado, en las reformas penales.
Esta creencia, popularmente extendida, en la vinculación entre inseguridad ciudadana y ausencia de represión lleva, sin embargo, de manera inexorable y lógica, a planteamientos y conclusiones simplistas, poco rigurosos, equivocados y, a menudo, peligrosos.

Existe inseguridad ciudadana en cuanto al delito: no se puede negar. Pero la inseguridad vital que generan los inalcanzables precios de las viviendas, la precariedad absoluta de los contratos laborales y la desarticulación del Estado Social también alcanza a una buena parte de los ciudadanos, generando sensaciones objetivas de vulnerabilidad. Para combatir la inseguridad vinculada al delito son necesarios unos medios policiales bien formados y remunerados. Pero no es suficiente. Las soluciones a este problema son más complejas que las propuestas simplistas con las que se pretende abordar políticamente: exclusiva solución policial, penal y de fomento de la venganza social a través de la información morbosa de los medios de comunicación. Nada es más vendible políticamente en este momento, en que prima la seguridad muy por encima de la libertad (con renuncia expresa a cohonestar ambas, como debería ser), que incrementar la cantidad de años de prisión, someter a condiciones más estrictas su ejecución, llenar las cárceles hasta el hacinamiento y aumentar los clientes del sistema penal, tanto de modo formal como informal. Acaban por aniquilarse, definitivamente otras opciones viables, más humanas y eficaces: la neutralización del miedo al otro; el reto de saber coexistir con el diferente; el ser al tiempo iguales pero diversos; la capacidad de gestionar los conflictos sin eliminar a la otra parte, desde el diálogo y no desde el monólogo violento. El paradigma constitucional de la orientación reinsertadora de las penas está guardándose en el baúl de los recuerdos, mientras, precipitadamente y sin sosegado debate, damos paso a un peligroso principio «tolerancia-cero» difícilmente compatible con la cultura de los derechos y las garantías jurídicas.

Nadie que conozca mínimamente la realidad penitenciaria de nuestro país puede ignorar que las cárceles están llenas de pobres, tanto españoles como extranjeros (casi ya el 36%), de personas con procesos de socialización absolutamente carenciales. El 50% son drogodependientes y delinquen para conseguir droga; otro elevado porcentaje de gente trae droga a España o trapichea con ella como única forma de sustento.
No se trata de justificar el delito, sino de comprenderlo en sus raíces profundas, para poder intervenir positiva y eficazmente. Algunos que llevamos varios años trabajando en espacios donde se genera y está presente la exclusión social (barrios, juzgados, cárceles...) podemos afirmar que en estos momentos el Estado social que establece la Constitución española está en vías de extinción. A este respecto, me pregunto qué sería más indicado para la convivencia social: ¿calmar los deseos de venganza a través de condenas de varios años en cárceles hacinadas, violentas, despersonalizadoras, excluyentes, fomentadoras de abusos de poder o, por el contrario, intentar, siempre que sea posible, buscar alternativas a estos lugares de castigo, en los que, tras un análisis y estudio de los motivos que llevan a las personas a cometer delitos, se promueva una intervención personal y social en su entorno (familia, barrio,
actividad laboral...), a fin de evitar el deslizamiento de estas personas hacia nuevas conductas delictivas? Una contestación libre de prejuicios y estereotipos manipulados pasa, ineludiblemente, por dos necesidades.
La primera se traduce en un esfuerzo por conocer la realidad segregadora de la cárcel y, por tanto, por descubrir la instrumentalización de la legalidad con fines de control, castigo y segregación; la segunda se concreta en un intento de asunción, por parte de los miembros de la sociedad, de una responsabilidad compartida en el entramado pobreza-delincuencia, que nos conduce inexorablemente hacia una búsqueda de soluciones humanas y eficaces que no se corresponden directamente con la represión penal, sino con la administración de una justicia que repare el daño, que equilibre desigualdades sociales y que, en último extremo, con las debidas garantías jurídicas, juzgue conductas buscando soluciones reales a los conflictos delictivos. Soluciones que pasan, en bastantes ocasiones, por la evitación del encierro carcelario.

3. Acerca de la tensión entre tratamiento penitenciario
y desestructuración personal

La cárcel es un instrumento coercitivo en manos del Estado cuya actividad
viene regulada por el Derecho positivo, pero cuyas normas se interpretan desde criterios políticos de seguridad ciudadana, incompatibles algunos de ellos con la seguridad jurídica de un Estado de Derecho. Simplemente, hay que acudir a las resoluciones de clasificación de las Juntas de tratamiento o del Centro Directivo, en las que los mantenimientos de grado y las regresiones carecen de una mínima fundamentación de hecho y de derecho.

Al ser la cárcel una institución regulada por el Derecho, se provoca con frecuencia que la función que se le otorga se construya desde enfoques estrictamente jurídicos. Ello motiva una confusión entre realidad y legalidad que da pie, en no pocas ocasiones, a la falacia deóntica de confundir el ser (la realidad penitenciaria) con el deber ser (los mecanismos legales que regulan la actuación penitenciaria). Por ello, es necesario no limitarse a un enfoque estrictamente jurídico, ya que sería parcializar la realidad de la prisión, que, por otra parte, es el núcleo principal de su propia naturaleza. El enfoque jurídico está destinado a estudiar la manera de regular y legitimar, es decir, de formalizar los sistemas de organización y reproducción de los aparatos punitivos. En cambio, el enfoque sociológico, de tipo universal, va a suponer un cuestionamiento de las respuestas punitivas y va a descubrir el papel legitimador y justificador de las leyes cuando tratan de establecer las finalidades y funciones formales de las instituciones carcelarias.

Por ello no se pueden desconocer otras formas de abordar la ejecución  de la pena de prisión, pues en ello el Estado se juega la legitimidad de la regulación normativa del ordenamiento penal, la dignidad de los ciudadanos presos, de los trabajadores penitenciarios, de la seguridad ciudadana, de la reparación positiva de la víctima, del cumplimiento de la orientación constitucional de la pena de prisión.
¿Confiarían os ciudadanos en un sistema penal cuya ejecución destruyera social y personalmente a los penados? ¿Confiarían los ciudadanos en un sistema, en el que pueden entrar algún día, que segrega, separa, aísla y no aporta soluciones a los conflictos que subyacen al delito?
Consideramos, por ello, necesario adentrarnos, aunque sea someramente, en las consecuencias sociales y psicológicas de la pena de prisión, tema del que no se habla y que condiciona absolutamente la legitimidad de esta pena.

3.1. Legalidad resocializadora

Según el mandato constitucional, se considera la prisión como una institución resocializadora y, por tanto, destinada a la preparación para la
reincorporación de los presos a la sociedad. La Ley pretende significar, como dice la Exposición de Motivos de la L.O.G.P., que «el penado no es un ser eliminado de la sociedad, sino una persona que continúa formando parte de la misma, incluso como miembro activo». Para ello, la prisión intenta crear en los presos, a través de un tratamiento reformador, formas de comportamiento social diferentes de las que motivaron su ingreso en la institución penitenciaria. Este proceso reeducador tiene un doble objetivo. Por un lado, dotar de habilidades sociales y medios adecuados al preso, a fin de que aprenda a afrontar y a superar su situación personal y social. Por otro, movilizar los recursos comunitarios.
No obstante, de la búsqueda de la reinserción social, en cuanto fin buscado por la propia pena privativa de libertad, no se puede responsabilizar exclusivamente al preso, sino que se debe poner el énfasis en la idoneidad de los medios que la institución penitenciaria utiliza para la consecución de tal fin. Se trata, en consecuencia, de orientar el esfuerzo resocializador, no sólo en el cuestionamiento del propio sistema penal, sino también en la modificación de la propia estructura carcelaria, para evitar los efectos desocializadores y desestructuradores que aquélla provoca en el preso y en su familia.

3.2. Realidad despersonalizadora

Para la consecución de un mínimo de orden en espacios cerrados, hacinados, la cárcel y las personas que se dedican a su organización fomentan una régimen de vida en el que los reclusos pasan a ser una cifra, una unidad que se mueve en torno a un sistema automático de vida, a fin de conformar estrictos esquemas de dominio y disciplina para la consecución de aquellos fines. El énfasis en la seguridad, en evitar la fuga, en el control de la vida del preso en cada momento y, por tanto, en su sumisión, convierte la prisión –en sí misma anormalizadora, en función de su consideración de «ambiente total»– en un hábitat que transmite al recluso una gran violencia.

El ingreso en prisión comienza con una interrupción o, como ocurre con frecuencia, con una pérdida de la relación del preso con su medio familiar, social y laboral. Esta ruptura con el mundo exterior va a provocar el comienzo de procesos de distanciamiento y desarraigo.
Además, implica el alejamiento de los valores, de las normas de comportamiento y de las leyes del mundo exterior, originándose así un sentimiento de desamparo, de vacío normativo y de rechazo social. A partir de este momento, las personas reclusas comienzan a sufrir una indeterminable experiencia de convivencia que las conduce, a través de una adaptación anormalizadora, a un medio social caracterizado por la omnipresencia de relaciones de dominación, disciplina, obediencia irracional, estancia obligada, sumisión permanente y tensión violenta en las relaciones, a una quiebra del yo y una pérdida definitiva de los roles y status sociales anteriores al ingreso. La adquisición de una nueva identidad, como consecuencia de la alteración de la identidad personal y de la forma de ser anterior, viene impulsada por el aislamiento de su entorno social y la imposición de los nuevos marcos de referencia psicológicos y relacionales de la prisión. Ello hace que la cárcel se convierta en un auténtico sistema social donde el preso no puede prever las situaciones, circunstancia esta que motiva el origen de un permanente peligro y de un notable estado de ansiedad.
Las pautas de comportamiento cambian. La actitud permanente de desconfianza ante todos los que le rodean, frente a compañeros, los funcionarios, e incluso la propia familia, se hace manifiesta. Esta actitud viene motivada por la necesidad de desarrollar mecanismos de defensa, de autoconservación, en un ambiente hostil y agresivo. Esta actitud se generaliza, y la desconfianza se convierte a veces en un sentimiento o deseo de venganza hacia categorías abstractas (policía, sociedad) y se dispara hacia las personas más cercanas ante la necesidad de descargar la tensión y la angustia acumuladas. Al ser la institución penitenciaria una estructura poderosa frente a la cual el recluso se vivencia a sí mismo como débil, se ve obligado a autoafirmarse frente a ese medio hostil para mantener unos niveles mínimos de autoestima.
En este contexto, con frecuencia, el preso adopta una actitud violenta y agresiva. Ello origina la intervención de los mecanismos penitenciarios de disciplina que motivan, la pérdida de posibilidades de obtener permisos, regresiones de grado, imposibilidad de acceder a situaciones de contacto con el exterior, aislamiento, etc. Estados o modos de vida que conllevan un agravamiento en la anormalización y en la desestructuración personal.

Por otra parte, el internamiento carcelario origina una depravación sensorial (vista, oído, olfato) y una alteración de los ritmos vitales anteriores al ingreso. Esta alteración es provocada por la relación de dependencia absoluta a la institución, debido a que la reglamentación de todas las actividades vitales (comida, sueño, ocio, relaciones personales) está dirigida al control de todos los actos, a fin de evitar la autonomía del preso y su capacidad de reacción. Esta situación conduce a un proceso de infantilización, de pérdida del rol de adulto, creando un sentimiento íntimo de dependencia absoluta que altera su identidad personal y social, su autoimagen y la conciencia de sí mismo. El miedo al aislamiento, que implica un sentimiento profundo de soledad y angustia vital ante la pérdida de puntos habituales de referencia, la tensión permanente, la violación de la intimidad motivada por el hacinamiento físico y psíquico, las humillaciones y amenazas, la monotonía, el tiempo vacío... agravan esta situación.

Al salir de la prisión, existe una serie de condiciones objetivas que influyen en el desarraigo social. En este sentido, los graves trastornos psíquicos originados por la cárcel, la dificultad para relacionarse y mantener relaciones empáticas hacia otros seres humanos, sin manipular ni engañar (actitudes necesarias aprendidas en la cárcel), la falta de posibilidades de trabajo, la carencia de habilidades socio-laborales, la situación familiar y del entorno social próximo y, en no pocas ocasiones, la necesidad de un tratamiento socio-sanitario ante graves problemas de salud, sobre todo creados por el consumo de drogas, hacen casi imposible la inserción social y la no reincidencia en las conductas delictivas. No dejan otras posibilidades. La cárcel sumerge a muchos sumergidos; la sociedad o los factores de control se encargarán de ratificarlo. Esta actitud tan poco propicia del Estado y de la sociedad, que sólo exige que el delincuente sea castigado, echa por tierra toda política preventiva y resocializadora.

Una vez centrada la cuestión en estos términos, no dudamos en afirmar que el protagonista esencial del que va a depender el cumplimiento de los fines legislativos de la pena es la administración penitenciaria y, junto a ella, sus responsables políticos. Éstos deberán utilizar los medios necesarios para evitar los efectos desocializadores de la prisión, porque no todos los problemas que tiene ésta para conseguir sus metas resocializadoras le vienen dados desde fuera. Es más, los principales obstáculos se encuentran dentro de la misma cárcel. Es ahí donde hay que buscar las causas de su inutilidad y su ineficacia. Si se observa con realismo la praxis y los preceptos legales y reglamentarios que regulan el sistema penitenciario, pronto se observará que existen instituciones, modelos y datos difícilmente compaginables, cuando no simplemente contrarios a las metas resocializadoras que teóricamente se propone alcanzar.

Los responsables de la administración deberán cuestionarse la eficacia de los equipos de tratamiento, el cumplimiento de la función encomendada a los psicólogos, educadores o criminólogos, la objetividad de la observación, clasificación e intervención educativa con los presos...
Por otro lado, este cuestionamiento debería extenderse a los abusos de poder de ciertos funcionarios, así como a la concesión de beneficios a cambio de la sumisión a la omni-reguladora y destructiva disciplina penitenciaria. Sin olvidar, el fin exclusivamente disciplinario que actualmente se otorga al permiso, obviando, por tanto, la importancia esencial del contacto del preso con el exterior a través de aquél o de la concesión de medidas alternativas no prisionizadoras. Porque, en último término, «reinserción» implica favorecer el contacto activo recluso-comunidad, siendo preciso que la administración penitenciaria inicie un proceso de potenciación de los contactos sociales del recluso, atenuando la pena cuando ello sea posible, o bien haciendo que la vida dentro del establecimiento penitenciario se asemeje lo más posible a la vida en libertad. En último extremo, cabe señalar que el tratamiento ha sido eclipsado por el régimen, por la desconfianza de la institución en el cambio positivo de las personas, por el elevado coste económico que unas medidas reales de tratamiento supondrían (aunque al final serían menos costosas socialmente si realmente previene futuros delitos), por el incremento de riesgos al tener que aplicar libertades y excarcelaciones, por las ideas retribucionistas que existen en el ámbito penitenciario y en amplios sectores sociales. 

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