LA ORACIÓN POR LOS DIFUNTOS
Desde los comienzos del cristianismo y aún antes -en la tradición judía- la oración por los difuntos ha sido una costumbre que no se ha interrumpido nunca.
Antiguo Testamento
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La tradición de los judíos está clara y precisamente establecida
en II Macabeos. Judas, comandante
de las fuerzas de Israel "reuniéndolos...envió doce mil dracmas de plata
a
Jerusalén para ofrecer en sacrificio por los pecados de los
muertos, pensando
bien y religiosamente en relación a la resurrección (porque si
él no esperara
que aquellos que fueron esclavos pudieran levantarse nuevamente, habría
parecido superfluo y vano orar por los muertos). Y, porque consideró que
aquellos que se han dormido en Dios tienen gran gracia en ellos.
Es, por lo
tanto, un pensamiento sagrado y saludable orar por los muertos, que ellos
pueden
ser librados de los pecados" (2 Mac. 12,43-46). En los tiempos
de
los Macabeos los líderes del pueblo de Dios no tenían dudas en afirmar
la
eficiencia de las oraciones ofrecidas por los muertos para
que aquellos que
habían partido de ésta vida encuentren el perdón por sus pecados y
esperanza de
resurrección eterna.
Nuevo Testamento
Hay varios pasajes en el Nuevo Testamento que apuntan a un proceso
de
purificación después de la muerte. Es por esto que Jesucristo
declara (Mt.
12,32) "Y quien hable una palabra contra el Hijo del Hombre, será
perdonado: pero aquel que hable una palabra contra el Espíritu Santo, no
será
perdonado ni en este mundo ni en el que vendrá". De acuerdo con San
Isidoro
de Sevilla (Deord. creatur., c. XIV, n. 6) estas palabras prueban que en
la
próxima vida "algunos pecados serán perdonados y purgados por
cierto fuego
purificador". San Agustín también argumenta, "que a algunos
pecadores
no se les perdonarán sus faltas ya sea en este mundo o en el próximo no
se
podría decir con verdad a no ser que hubieran otros (pecadores) a
quienes,
aunque no se les perdone en esta vida, son perdonados en el
mundo por
venir." (De Civ. Dei, XXI, XXIV). San Gregorio el Grande (Dial., IV,
XXXIX) hace la misma interpretación; San Beda (comentario sobre este
texto) y
San Bernardo (Sermo LXVI en Cantic., n.11) también lo entienden así.
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Un nuevo argumento es dado por San Pablo en 1 Cor. 3,11-15: "Un
día se verá el trabajo de cada uno. Se hará público en el día del
juicio,
cuando todo sea probado por el fuego. El fuego, pues, probará la obra de
cada
uno. [14] Si lo que has construido resiste al fuego, serás premiado.
[15] Pero
si la obra se convierte en cenizas, el obrero tendrá que pagar. Se
salvará,
pero no sin pasar por el fuego." Este pasaje es visto por
muchos de los
Padres y teólogos como evidencia de la existencia de un estado
intermedio en el
cual el alma purificada será salvada.
Tradición
El testimonio de la Tradición. es universal y
constante. Llega hasta nosotros por un triple camino:
1) la costumbre de orar por los difuntos
privadamente y en los actos litúrgicos;
2) las alusiones explícitas en los escritos
patrísticos a la existencia y naturaleza de las penas del
purgatorio;
3) los testimonios arqueológicos, como
epitafios e
inscripciones funerarias en los que se muestra la fe en una purificación
ultraterrena.
Esta doctrina de que muchos que han muerto aún están en un lugar de
purificación y que las oraciones valen para ayudar a los muertos es parte
de la
tradición cristiana más antigua. Tertuliano (155-225) en "De corona
militis" menciona las oraciones para los muertos como una orden
apostólica
y en "De Monogamia" (cap. X, P. L., II, col. 912) aconseja a una
viuda "orar por el alma de su esposo, rogando por el descanso y
participación en la primera resurrección"; además, le ordena "hacer
sacrificios por él en el aniversario de su defunción," y la acusó de
infidelidad si ella se negaba a socorrer su alma. Del
siglo II se
conservan ya testimonios explícitos de las oraciones por los
difuntos. Del
siglo III hay testimonios que muestran que es común la costumbre
de rezar en la
Misa por ellos.
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San Cirilo de Jerusalén (313-387) explica que el
sacrificio de la Misa es propiciatorio y que «ofrecemos a Cristo
inmolado por
nuestros pecados deseando hacer propicia la clemencia divina a
favor de los
vivos y los difuntos» (Catequesis Mistagógicas 5,9: PG
33,1116-1117).
San Epifanio estima herética la afirmación de Aerio
según el cual era inútil la oración por los difuntos (Panarión, 75,8: PG
42,513).
Refiriéndose a la liturgia, comenta San Juan
Crisóstomo (344-407): «Pensamos en procurarles algún alivio
del modo que
podamos... ¿Cómo? Haciendo oración por ellos y pidiendo a otros que
también
oren... Porque no sin razón fueron establecidas por los
apóstoles mismos estas
leyes; digo el que en medio de los venerados misterios se haga memoria
de los
que murieron... Bien sabían ellos que de esto sacan los difuntos gran
provecho
y utilidad...» (In Epist. ad Philippenses Hom., 3,4: PG 62,203).
Y San Agustín (354-430): «Durante el tiempo que
media entre la muerte del hombre y la resurrección final, las almas
quedan
retenidas en lugares recónditos, según es digna cada una de reposo o de
castigo, conforme a lo que hubiere merecido cuando vivía en la carne. Y
no se
puede negar que las almas de los difuntos reciben alivio por la
piedad de sus
parientes vivos, cuando por ellas se ofrece el sacrificio
del Mediador o cuando
se hacen limosnas en la Iglesia» (Enquiridión, 109-110: PL
40,283).
Escribe San Efrén (306-373) en su testamento:
"En el trigésimo de mi muerte acordáos de mí, hermanos, en las
oraciones.
Los muertos reciben ayuda por las oraciones hechas por los vivos"
(Testamentum).
Entre los testimonios arqueológicos, se encuentra
el conocido epitafio de Abercio. En este epitafio leemos: "Estas cosas
dicté directamente yo, Abercio, cuando tenía claramente sesenta y dos
años de
edad. Viendo y comprendiendo, reza por Abercio". Abercio era un
cristiano,
probablemente obispo de Ierápoli, en Asia menor, que antes de morir
compuso de
propia mano su epitafio, es decir la inscripción para su tumba. Se puede
fácilmente comprender cómo la Iglesia primitiva, la Iglesia de
los primeros
siglos, creía en el Purgatorio y en la necesidad de rezar por las almas
de los
difuntos.
«Ofrecer el sacrificio por el descanso de los
difuntos -escribía San Isidoro de Sevilla (560-636)- ... es una
costumbre
observada en el mundo entero. Por esto creemos que se trata de una
costumbre
enseñada por los mismos Apóstoles. En efecto, la Iglesia
católica la observa en
todas partes; y si ella no creyera que se les perdonan los
pecados a los fieles
difuntos, no haría limosnas por sus almas, ni ofrecería por ellas el
sacrificio
a Dios» (De ecclesiasticis officiis,
1,18,11: PL 83,757).
FUENTES:
L. F. MATEO SECO
BIBL.: S.
TOMÁS DE APUINO, Suma teológica, Suppl. q71 ; (textos tomados de In IV
Sent.,
d21, ql, al-8); íD, Summa contra Gentes, IV,91; iD, Contra errores
graecorum,
32; fa, De rationibus lidei, c9; íD, Compendium theologiae, cl81; R.
BELARMINO,
De Ecclesia quae est in purgatorio, en Opera Omnia, II, Nápoles 1877,
351414;
F. SUÁREZ, De poenitentia, disp. 45-48, 53; A. MICHEL, Purgatoire, en
DTC
13,1163-1326; íD, Los misterios del más allá, San Sebastián 1954; H.
LECLERCQ,
Purgatoire, en DACL, XIV (II), 1978-1981 ; CH. JOURNET, Le purgatoire,
Lieja
1932; M. JUGIE, Le purgatoire et les rnoyens de 1'éviter, París 1940; A.
Royo
MARíN, Teología de la salvación, Madrid 1956, 399-473; A. PIOLANTI, De
Noaissimis el sanctorum communione, Roma 1960, 74-96; M. SCHMAUS,
Teología
Dogmática, t. VII: Los novísimos, Madrid 1964, 490-508; C. Pozo,
Teología del
más allá, Madrid 1968, 240-255.
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