En el Evangelio de hoy (Mt. 21, 28-32), nos cuenta Jesús que un
padre envía a sus dos hijos a trabajar.
Uno le contesta que sí va a trabajar... pero realmente se escapa de su obligación
y no va. El otro le dice que no quiere
ir, pero luego recapacita y va a hacer lo que el padre quiere.
Jesús tenía una audiencia resistente
a sus enseñanzas. Por eso les
pregunta: “¿Cuál de los dos hijos hizo
la voluntad del padre?”. Por supuesto,
tuvieron que responderle de la única manera que podía responderse: “El
segundo” fue quien hizo lo correcto.
Luego pasa a acusar a sus
interlocutores, diciéndoles que los pecadores, “los publicanos y prostitutas se
les han adelantado en el camino del Reino de Dios”. Y confirma su acusación, reclamándoles que
tampoco le hicieron caso a San Juan Bautista, el primo de Jesús que predicó
antes que El, llamándolos a la conversión y el arrepentimiento. ¿Por qué esta
fuerte reprensión del Señor? Porque ésos
que se oponen a Jesús son miembros importantes del pueblo elegido por Dios, son
los primeros llamados para recibir el mensaje de salvación que trae el Mesías
esperado. Y como el hijo de la parábola,
habían dado el “sí”, pero luego no estaban haciendo lo que el Padre esperaba de
ellos.
Se sentían muy seguros de su
“sabiduría” y de su “santidad”... Tan santos se consideraban, que creían que no
necesitaban convertirse cuando el Bautista llamaba al arrepentimiento. Y tan sabios, que pretendían oponerse al
Mesías enviado por Dios.
El otro hijo representa a los
pecadores reformados, aquéllos que inicialmente dicen que no, pero luego se
arrepienten y terminan haciendo la voluntad del padre. Por eso Jesús les hacer ver a los allí
presentes -y nos hace ver a nosotros hoy- que los pecadores, los despreciados
por ellos, pueden estar más abiertos para seguir la Voluntad Divina y, por
tanto, para recibir el Reino de Dios.
Mientras que aquéllos que ya se consideran sabios y santos, se cierran
porque creen que ya saben todo y piensan además que están muy bien.
La Primera Lectura (Ez. 18, 25-28)
nos hace ver que aquéllos que han dicho sí inicialmente y se apartan del bien y
del camino de la voluntad de Dios, no pueden culpar a Dios de su inconstancia
-de su pecado- sino que tienen que buscar la culpa en ellos mismos.
Eso nos lo dice el Señor por boca del
Profeta Ezequiel, enseñanza que refuerza lo que Jesús ha planteado en la
parábola de este Domingo. “Cuando el
justo (el santo) se aparta de su justicia (de su santidad), comete la maldad y
muere; muere por la maldad que cometió.
Cuando el pecador se arrepiente del mal que hizo y practica la rectitud
y la justicia, si recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente
vivirá y no morirá” (Ez. 18, 25-28).
Resumiendo: Mientras estemos vivos
siempre hay oportunidad de recapacitar y de arrepentirse. Pero no por esto hay que esperar el último
momento, porque no sabemos el día, ni la hora (cfr. Mt. 24, 26).
Y no basta ser fiel por un
tiempo. No basta decir sí una vez. El SÍ que le damos al Señor debe ser
constante y permanente. Hay que dar el
sí de una vez por todas. Ese es el SÍ
inicial. Pero éste hay que reiterarlo en
cada oportunidad, porque nos tocarán vivir
situaciones fáciles y difíciles, o momentos de alegría y de
sufrimiento. Y siempre hay que decir sí.
Es decir, para vivir en la Voluntad
de Dios se requiere constancia y perseverancia hasta el final. No basta ser
fieles por un tiempo, sino todo el tiempo y hasta el final, pues nos dice el
Señor: “El que se mantenga firme hasta el final, se salvará” (Mc. 13, 13).
Tampoco hay que sentirse seguro: “El que
crea estar en pie, cuide de no caer” (1Cor. 10, 12).
Por último, estas lecturas
constituyen un nuevo llamado a la humildad, a no creernos ya totalmente
convertidos, ni demasiado “sabios”, a
sabernos necesitados de conversión siempre... hasta el último momento.
En la Primera Lectura San Pablo nos
enseña hasta dónde llega la humildad de Jesús, que en todo debemos imitar: “El,
a pesar de ser Dios, nunca hizo alarde de su condición de Dios, sino más bien
se rebajó a sí mismo... se hizo semejante a los hombres ... se humilló a sí
mismo y por obediencia aceptó incluso la muerte, y una muerte de cruz”. (Flp. 2, 1-11).